YURI RODRÍGUEZ VÁSQUEZ

En algún hotel de México, de cuyo nombre no quiero acordarme, el presidente se dirigía, rodeado de miembros de su seguridad, hacia el comedor. Había pasado media mañana mirando los innumerables canales del cable, hasta que le informaron que no iba alcanzar el estricto horario del desayuno. Y así, mientras el elevador lo llevaba hasta las alturas gastronómicas, pensó que, después de todo, gobernar no era tan difícil como sus enemigos le habían hecho creer.

Cuando llegó al piso indicado y salió directo al comedor, de pronto, dos hombres se interpusieron en su camino. Castillo pensó que se trataban de dos mozos que iban a guiarlo hasta su mesa. Sin embargo, estas personas, que permanecían inmóviles y mudas, no tenían el más mínimo interés en la alimentación de Castillo. Fue un momento de tensión, pero la seguridad presidencial, tan proclive a demostrar su fuerza con el periodismo en el Perú, allí, en el mero mero, no atinaba a nada. En tanto, los dos hombres, impertérritos, seguían de pie bloqueando a Castillo, como si fueran dos moles de piedra.

-El presidente Maduro lo espera -dijo por fin uno de ellos, con ese acento danzarín que ahora tanto se escucha en las calles peruanas.

-Yo encantado -dijo Castillo-. Díganle que tomo mi desayuno y voy donde me diga.

-Negativo -dijo la otra mole de piedra-. Tenemos órdenes estrictas de llevarlo en este mismo momento y de forma reservada.

-¿Me dan cinco minutos para tomarme un cafecito?

-No. El presidente Maduro lo está esperando en este momento.

-¿Medio cafecito? Y la voy tomando en el camino.

-No.

-Por eso digo. Vamos de una vez.

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De regreso al ascensor, rumbo a su inesperado encuentro con el dictador venezolano, Castillo se preguntaba por el objetivo de dicha reunión. Alzó las cejas: quizá Maduro quería hablarle del evento internacional del día anterior. Entonces hizo un esfuerzo y trató de recordar, pero las imágenes de su propia participación le llegaban confusas, enrevesadas, sin un orden específico, como el trailer de una película sin sentido, digamos, en buena cuenta, tal y como había sido su discurso. En efecto, el profesor había hecho las delicias de las autoridades presentes con un genial, pero -¡ahí está el detalle!- involuntario homenaje a Cantinflas.

Una vez dentro de la suite presidencial, el dictador venezolano le extendió la mano. Castillo miró hacia arriba, hacia esa altísima humanidad llanera e hizo lo propio. Luego, el presidente y el dictador se sentaron en torno a una elegante, pero pequeña mesa.

-¿Desean algo, los señores? -dijo, apareciendo en el acto, el mozo particular de Maduro-.

-Bueno, -dijo Castillo, relamiéndose los labios, mientras pensaba qué iba a pedir.

-Nada -dijo Maduro.

-¿Nada?- dijeron el mozo y Castillo, casi al mismo tiempo.

-No, nada -repitió Maduro-. No tenemos tiempo para eso. ¿No es verdad, Pedro?

-Bueno, un cafecito y unos sanguchitos no nos caerían mal.

De pronto, se escuchó la carcajada de Maduro, mientras se inclinaba hacia Castillo. Le dio una palmada en la espalda, como lo hubiera hecho un oso juguetón.

-Había sido todo un bromista, Pedro -dijo Maduro, acabando de reírse-. A ver, hablemos en serio, coño -dijo Maduro-. Tú me reconoces como presidente de Venezuela, ¿no es verdad?

-Claro.

El rostro y el bigote de Maduro se ensancharon por la sonrisa revolucionaria.

-Ya sabía -dijo-. Pero me gusta escucharlo. Dime una cosa, ¿qué opinas del Grupo de Lima?

-Perdona, pero ya ni tiempo tengo para escuchar música.

-Pero coño, me refiero a ese grupete de países imperialistas que nació en Lima y que solo se han dedicado a amargarme.

-No, no lo conozco. Pero no te preocupes. Sea lo que sea, lo desactivo.

Maduro asintió con la cabeza.

-Otra cosa. ¿En verdad que los extranjeros delincuentes solo pueden estar 72 horas en el Perú?

-Sí, pero no te preocupes. Tú te puedes quedar el tiempo que quieras.

-Cónchale, vale. Me muero de ganas de ir a tu país. Tú sabes, allá tengo muchos compatriotas.

-Sí -dijo Castillo-. Yo también.

-¿Sabes cuál es mi sueño? Que regresen lo más pronto posible.

-¿En serio?

-Claro, ya nos estamos quedando sin gente.

-Debe ser doloroso.

-Ni lo menciones. Si esto sigue así, ¿a quién vamos a explotar?

Castillo miró rápidamente alrededor de la habitación, como comprobando hasta donde lo escuchaban los acompañantes de Maduro.

-Sé que no me interesa, pero dicen que unos militares querían derrocarte y ahora están desaparecidos.

-Es verdad, coño. Pero no sabemos nada de ellos.

-¿Estás seguro?

-Seguro, y sus viudas tampoco.

Entonces, sin previo aviso, Maduro se levantó de su asiento. Dio pasos urgentes hasta detenerse frente a la ventana. Castillo, intrigado, también se puso de pie y miró hacia donde estaba Maduro. El dictador parecía haberse quedado paralizado hasta que habló y volvió a respirar.

-Coño, es él. El comandante.

Castillo caminó con suma cautela hacia la ventana y entonces lo vio. En el marco de metal se había posado un pajarillo de pecho negro y cuerpo amarillo.

-Ven, Pedro -dijo Maduro-. Acércate con confianza. El comandante sería incapaz de hacerle daño a uno de los nuestros.

-¿El comandante?

-Claro, el comandante Hugo Chávez.

Maduro entonces saludó marcialmente al pajarillo. Luego, bastó una mirada de reojo a Castillo para que este obedezca y haga lo mismo. Y así, el presidente de Perú y el dictador de Venezuela, el profesor y el camionero, estuvieron varios segundos rindiendo honores al ave hasta que esta empezó a mover su pequeña cabeza.

-Vamos comandante -dijo Maduro rompiendo filas y dando un paso más hacia el pajarillo-. silbe, dígame algo. Hágalo al menos por el compañero aquí presente, coño.

El ave movió más rápido su cabeza, sacudió todo su cuerpo y terminó expulsando una oscura, cremosa y socialista deposición. Aliviado, el pajarillo alzó vuelo, salió por la ventana y se perdió en las alturas del cielo mexicano.

Todos se quedaron quietos hasta que Maduro, visiblemente consternado, arrastró sus pasos hasta quedar pegado al marco de la ventana. Desde ahí, escudriñó el cielo durante largos segundos. Luego volteó y miró a Castillo, extrañado, como si se preguntara qué coño hacía ese señor en su suite.

-La reunión ha terminado -dijo por fin.

Luego Castillo, escoltado por los dos hombres, salió de la habitación. Con los labios secos y tocando levemente su vientre, le dijo a su séquito de seguridad que volverían al comedor. Mientras iba en el ascensor, pensaba en el extraño y secreto encuentro que había tenido con Maduro. Era, sin duda, un secreto de Estado, o lo sería hasta que, horas después, el propio Maduro lo ventile al mundo.

Finalmente, entre los recuerdos de su discurso, el diálogo con Maduro y la aparición del ave chavista, Castillo llegó a destino. Se reacomodó el sombrero, salió del elevador y caminó raudo hasta el comedor. Entonces, como un fogonazo, comprendió a cabalidad los límites de su investidura, su efímera condición humana y cómo el destino había conjurado contra él: la hora del desayuno había terminado.

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