La moral limeña

Para triunfar en Lima tienes que aprender a estar bien con Dios y con el Diablo.
La moral limeña

Según cómo soplen los vientos, tienes que aprender a ser chicha y también limonada. A ser de vainilla y también de chocolate. A ser pato y también gallareta. A ser fu y también ser fa. ¿Me entiendes? Ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre. Ni tan tan, ni muy muy. Tienes que aprender a estar en todas, a llevarte bien con todos, a estar siempre donde revienta un cohete, a pelarles las muelas a todos, incluso a los que sabes perfectamente que no te pueden ver ni siquiera en figurita, incluso a los que sabes sobradamente que, antes de que termines de darte la media vuelta, te harán mierda. No importa, corazón. No importa si te pica. En ese caso, tienes que aprender a rascarte con disimulo. No importa si te duele. En ese caso, tienes que aprender a sobarte con elegancia. ¿Cómo te explico? Para triunfar en Lima tienes que aprender a entregar un poco el culo. Pero solo un poco. Tampoco todo. Solo un poquito. Solo un ratito. La puntita, nada más. Tampoco a todos, obvio. Siempre siendo sumamente selectivos. Des-pa-ci-to. Tan solo a los cien por ciento indispensables para alcanzar tus objetivos. Siempre teniéndola clara. Siempre picando alto. Siempre ejerciendo un estricto control de calidad. Y sobre todo: siempre caleta.

(Es más o menos así como funciona lo que podríamos llamar “la moral limeña”. Pero déjenme ponerles algunos didácticos ejemplos de lo que queremos demostrar, tomando algunas muestras de laboratorio de lo que tengo más a la mano. Y lo que tengo más a la mano son periodistas. No significa esto, en modo alguno, que la moral limeña no gobierne también las vidas de los médicos, los diseñadores de moda o los portapliegos. Pero mejor, para entendernos, usemos como casos de estudio a tres de mis coleguitas. Imaginarios, por supuesto, imaginarios).

Un poderoso periodista que, de la boca para afuera, es anticorrupción, pero, de la boca para adentro, es recontra procorrupción. Dirige un medio –¿un diario?, ¿una radio?, ¿un canal?– que investiga a fondo cierta corrupción y la denuncia, pero, al mismo tiempo, recibe, por debajo de la mesa, providenciales sobrecitos provenientes de la gran corrupción. Editorializa sobre las grandes y cuestionadas obras públicas que tiene a cargo la empresa hundida en el escándalo internacional de corrupción, pero se cachuelea, en secreto, manejándoles la imagen corporativa y las relaciones públicas. Es jurado de un concurso de periodismo anticorrupción cuyo premio es financiado por la propia corrupción. Ay, qué confusión. Se opone con furia al candidato de la corrupción, pero, por lo bajo, trabaja para él. Lo fustiga en público, pero lo asesora en privado. En sus ratos libres, ya tú sabes, dicta algunas conferencias contratado por él, le brinda algunas consultorías, le prepara algunos discursos que –mañana, más tarde– le servirán como coartada. Mientras tanto, para despistar, se deja fotografiar tomando un inocente lonche en un café miraflorino con otro candidato, bastante menos bagre, bastante más blanco y anodino que su verdadero jefecito, aquel que hará las veces de seguro de vida cada vez que lo descubran y lo vuelvan a botar. Como buen doble cara que se respete, es una autoridad en ese antiguo y refinado arte de cobrar a dos cachetes que caracteriza a toda Lady Marmalade.

Un poderoso periodista que, de la boca para afuera, es anti-TV lorcha, pero, de la boca para adentro, es súper fan de la TV lorcha. Digamos que su exitoso marketing intelectual y su fina sensibilidad artística le impiden confesar que, en el fondo, se queda –en pijama de franela a cuadros– todas las noches de sábado para no perderse a Gisela en El artista del año. Podrías torturarlo y jamás lo confesaría. Encuentra incompatible su pulsión por hacerle barra a Yahaira Plasencia con la escritura de sus sesudos artículos sobre la saga monumental de Karl Ove Knausgård. Cuando sus alumnos universitarios se lo preguntan, él responde que la TV (basura) nacional le produce un violento repeluzne ético, vómito espiritual, arcadas morales. Que por eso ahora él solo ve Netflix y alguna que otra película contemplativa de Europa del Este. Ah, pero cuando lo invitan a los programas de entrevistas… no ha terminado de decir “aló” el productor que lo llama para mandarle la cámara y él ya está secretando fluidos previos. Ah, pero cuando le toque recopilar sus críticas a Knausgård en forma de libro, ¿saben a quiénes les mandará los primeros ejemplares de cortesía? A toditos los rostros de esa misma TV basura, a ver si alguno de ellos se apiada de él y lo invita a su programa en vivo, a ver si alguno de ellos –en persona– se anima a presentárselo este año en la Feria del Libro y le jala un poquito de público con mayor poder adquisitivo que sus habituales cuatro jubilados de Essalud. Pero cuando eso ocurra y sus amigos letraheridos se lo enrostren: “¡Qué asco tu presentador!”. Él responderá, azorado: “¡Sí, carajo! Estos de la editorial son unos pacharacos impresentables. No pude hacer nada. ¡Me muero de la vergüenza!”.

Una poderosa periodista que, de la boca para afuera, es recontra conservadora pero, de la boca para adentro, es recontra liberal. Feroz en sus juicios, severa hasta el borde célebre de la violencia con los que piensan diferente, pero muy piadosa y muy rezandera y muy pro-vida, por supuesto. Sale puntualmente a las calles con su letrero mitad celeste, mitad rosado cada vez que el cura de la aldea vuelve a llamar a sus feligreses a marchar por la vida del feto ingeniero. Es una defensora de los valores familiares, en general, y de la castidad, en particular, y una enemiga jurada de las relaciones prematrimoniales. Pero a la noche, cuando llega a casa del trabajo, le come el coño a su mujer. Ay, qué fuerte. Ay, perdónenme el francés. Cojudeces. Toda Lima sabe perfectamente que es lesbiana. Lo sabe de toda la vida. Que vive con su hembrichi a la que lleva con genuino orgullo gay a los showers y a las bodas del jet-set y a la que ubica, estratégicamente, en el extremo opuesto de la foto de sociales, por si las moscas. Pero nadie nunca se ha dado cuenta de nada. Toda Lima se hace perfectamente la cojuda. Súper de ultraderecha cuando opina, pero, en la alcoba, rojete hasta la médula. En la cama, una incendiaria terruca radical. Para despistar al enemigo, ella tiene el cuajo de navegar –¡encima!– con bandera de homofóbica. No solamente finge que no es gay, sino que finge que los odia. Que nos odia como solo se odia la abominación. Ella es la más prestigiosa e influyente homofóbica homosexual. Acompáñenme a ver esta triste historia.

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