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Más allá de mi nariz

Después de dudar por décadas, decidí operarme. He aquí mi historia clínica.

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El otorrinolaringólogo tomó las pinzas y comenzó a tirar de la puntita del blanco tapón que asomaba tímidamente por una de mis (nuevas) fosas nasales. La gasa, entonces –que, solo cuatro días antes, había sido empujada hasta las profundidades de mi cráneo–, comenzó a salir, larguísima, hacia el exterior. Y salió. Y salió. Y siguió saliendo como el pañuelo infinito que, de su puño, extrajera un mago. Mi médico me había advertido que aquello me dolería y no me defraudó. Adherida firmemente a las paredes interiores del soberbio rocoto relleno de mi ñata, la torunda interminable se me había pegado por dentro con Soldimix, con ese pegamento extrafuerte al que llamamos costra. Tuve la sensación de que me estaban extrayendo un tumor del cerebro por la nariz, que me estaban extirpando un alien que se aferraba a los huesos de mi cara con sus miles de dientes. No tuve vergüenza alguna de ponerme a llorar como un neonato. Sin disimulo. A chorros. Con ahogos. Me convertí en una incontenible ducha de lágrimas: Judy, la pequeña maravilla. Y todavía faltaba otra sesión de tortura: extraerme el segundo tapón. Pero cuando –tras los descritos dolores de parto– me lo quitaron, ocurrió la maravilla. Sentí un túnel de viento que se abría como un cráter milagroso en el centro de mi cara, un huracán desenfrenado y ululante que tomaba por asalto mi sistema y lo invadía por primera vez. Era la entrada triunfal de un extraño elemento que me había sido siempre tan escaso como esquivo: el oxígeno. Era el descubrimiento de una fantástica función que este cuerpo inhumano jamás había podido ejercer a plenitud: la respiración.
Nunca he respirado como la gente normal. Siempre utilicé la cavidad incorrecta. ¿También para respirar? También. Porque mi indómita nariz de Yahuar Huaca jamás me sirvió para eso. Hasta donde alcanzo a recordar, siempre he respirado por la boca. Las primas viejas, que aseguran haberme cambiado el pañal, me cuentan que de bebito nunca gateé, sino que –creyendo conveniente ahorrarme la fase reptil– aprendí de frente a caminar, así que, cuando me caía, no sabía que primero había que poner las manos y aterrizaba directamente con la cara, como suele sucederles a quienes se pasan de autosuficientes. Dicha peculiaridad me deparó una infancia pródiga en hemorragias nasales que mi abuelita conjuraba embutiéndome –en cada fosa– ingentes cantidades de perejil o Petroselinum vulgare, importante fuente de vitamina K, de conocidas propiedades coagulantes. No sé a ustedes, pero a mí la receta de la hierba picadita me funcionó, pese a lo cual no me atrevo a recomendarla sin la venia de la comunidad científica internacional. Respirar por la boca, ya se sabe, cansa el doble y –salvo que estés nadando– lo ideal es evitarlo porque la boca no puede calentar el aire que ingresa, función esta con que la astuta nariz sí cuenta. Así, condenado a que este cochino aire de Lima solo me entre por donde debiera salir, me convertí en presa fácil de todos los males respiratorios que florecen en esta comarca humedecida y venenosa. Apenas el sol se marcha, se presentan puntualmente ante mi puerta todas las laringitis, bronquitis y traqueítis y, por supuesto, la madre de todas las asfixias, el asma, el asma y señora de la canción criolla. También llegan las alergias, claro que sí. Alergia al polvo, a las plumas, a los ácaros y al polen. Y, por si fuera poco, también ronco como un ronsoco por las noches, con tanta intensidad que, más de una vez, he obligado a algún iracundo vecino de departamento a despertarse para tocarme el timbre en mitad de la madrugada y exigirme que apague el taladro.
Pero fue siguiendo la pista de mi propio ronquido que llegué a detectar la presencia de un enemigo mayor: un día caí en la cuenta de que me estaba levantando cansado por las mañanas, soñoliento, abotagado, como si hubiera dormido tres horas y no ocho. Yo no fumo –es imposible respirar con la boca llena de humo–, bebo muy poco y tampoco me drogo porque hubiera sido el peor coquero del mundo: a través de mi selladísima nariz no pasaba ni una partícula de nada. Me hice todos los análisis y chequeos de rigor, pero los resultados no arrojaron ninguna luz. Un doctor atribuyó mi fatiga matinal a mis malas pulgas y el otro, al sobrepeso, eternos compañeros de viaje de los que rara vez he conseguido separarme. Fue entonces que volví a pensar en el protuberante apéndice sobre el cual he venido exhibiendo, todos estos años, mi colorida colección de anteojos raros. Y digo “volví a pensar” porque hacía décadas que había entretenido la idea de operarme, pero siempre terminaba en lo mismo: me ponía a ver videos de rinoplastias en YouTube y, al llegar a la parte de los combazos, me volvía a desanimar con la misma velocidad con que me había entusiasmado. Pero el último empujón que necesitaba lo obtuve leyendo un artículo sobre la apnea del sueño y reconociéndome en él. Si despertaba trapo, era posible que mi organismo estuviera recibiendo muy poco oxígeno durante el sueño, lo cual significaba que mis célebres ronquidos eran un buen indicador de que yo estaba… ¡dejando de respirar! Acabáramos. Y con mi historia de Alzheimer, digamos que no estaba para darme el lujo de que una mala oxigenación fuera a disparar el deterioro de mi querido cerebrito antes de tiempo. Y si a eso le sumábamos una innegable pizca de coquetería otoñal, la decisión estaba tomada. Al mejor cirujano plástico de Lima le bastó con palpar las estribaciones de mi nariz Rossy de Palma para leerme el futuro:
- Mi impresión es que te la debes haber fracturado varias veces.
- La de Maicelo debe estar menos chancada.
- ¿Te has trompeado mucho de chico?
- No me he trompeado nunca, doc. (Sonará extravagante, pero es así. He preferido siempre la violencia intelectual a la física).
- A ver, tápate el orificio izquierdo y sopla por el derecho.
- No puedo.
- Ahora, lo mismo pero al revés.
- Tampoco.
- No soplas.
- Ni fu ni fa.
- Mi impresión es que estamos jodidos.
Ya en la mesa de operaciones y luego de haber hecho los impecables cortes de rigor, el mejor otorrino de Lima no podía creer el amasijo de huesos y cartílagos al que se enfrentaba. Tuvo que blandir sus mejores tenazas y su martillo de Thor para enfrascarse en una batalla a muerte con un septum que había adquirido las más duras y caprichosas formas óseas, formas tales como un pólipo del tamaño de una canica que clausuraba uno de los conductos nasales mientras que el otro era bloqueado por una parte de la pared del tabique derrumbada. Llegada la hora cero de los finos acabados, el cirujano redujo ligeramente la giba o espolón nasal y reconstruyó toda la estructura con una filigrana de cartílagos, eliminando –obvio– el innecesario “efecto pico Condorito” sin olvidar, eso sí, mis ruegos de dejarla, al final, del mismo tamaño. El espectacular operativo de fuerzas combinadas de cirugía plástica y otorrinolaringología completó la reconstrucción con cambios en un lapso de dos horas y, al suspenderme temporalmente la existencia, la deliciosa anestesia general me libró además de un dolor innecesario: el de ver perder al Perú en el Mundial. Cuando desperté en la sala de recuperación, alcancé a oír los suspiros de la angustia nacional en medio de la agónica narración del partido desde algún televisor lejano. Todavía en medio de mi ayahuasca, vi a un enfermero menudito acercándose a mi cama, como un ángel resplandeciente, con una hermosa sonrisa capaz de vencer al mal. Créanme. Era él y había venido directamente desde Saransk para cuidarme. Era el Oreja Flores. En serio. Si estoy mintiendo, que me crezca la nariz.
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