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El origen de mi vida

“Ese joven, cojo, motociclista, pistolero, no sabía en ese momento que años más tarde sería mi padre”.

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Fecha Actualización
UNO.

Mi abuelo Bayly tenía treinta años cuando estalló la segunda gran guerra europea. Poseía la nacionalidad británica. Debía combatir por su país. Tuvo el buen juicio de renunciar a esa nacionalidad. No quiso ir a morir en el campo de batalla. De haberse enlistado, probablemente habría perdido la vida. Yo no existiría. Su prudencia, su aversión a la violencia, nos salvó la vida a ambos.
Hijo de una escritora, afincado en Lima, escuchando las noticias de la guerra por la radio, cultivando una rigurosa ética de trabajo, mi abuelo Bayly fundó una empresa de neumáticos y no tardó en prosperar. Era un empresario rico, llegó a presidir un banco. También era un artista. En sus horas de ocio creativo, se dedicaba a pintar. No solía pintar figuras humanas ni abstractas. Sus cuadros capturaban escenas bucólicas de la vida en el campo. Pienso que cada cuadro era, para él, una forma de evadirse del mundo del dinero y recorrer, siquiera imaginariamente, unos paisajes serenos, sobrecogedores, donde encontraba formas de sosiego que le eran esquivas en la ciudad.
Delgado, calvicie incipiente, anteojos gruesos de lector consumado, atildado en el vestir, la camisa con sus iniciales, fluido en cuatro idiomas, un señor cuya sola presencia infundía respeto, mi abuelo se casó con una señora de modales suaves y espíritu generoso, siempre ella de buen humor, lista a hacerle un regalo a alguien, la mujer más buena y obsequiosa que podía uno imaginar. Tuvieron seis hijos. Construyeron una mansión. Mi abuela disponía de un numeroso personal doméstico al que consentía con su habitual bondad: sabía sus cumpleaños, les hacía regalos, se preocupaba por sus problemas, les pasaba una platita discreta sin que mi abuelo se enterase. Todos la querían tanto. Era una gran señora. Vivía para hacer felices a los demás.
El primero de sus hijos llevó el nombre del abuelo. Nació con buena salud. Era fuerte como un torito. Se parecía a su madre. Siendo niño, fue atacado por una enfermedad en los huesos y quedó cojo de por vida. Aquella cojera de su hijo mayor supuso un golpe terrible para mi abuelo. Él, que todo lo hacía bien, que poseía una inteligencia descollante, un espíritu sensible, ahora tenía un hijo cojo, y eso lo tomaba como una derrota o un infortunio. Por eso, cuando ofrecía fiestas en su casona, daba instrucciones al personal para que escondiera al hijo cojo en los cuartos del servicio. Los hermanos menores del cojo, que no cojeaban, sí participaban en las fiestas. El cojo se sintió un hijo malquerido, negado, impresentable. Maldijo su suerte. Se acostumbró a vivir en las tinieblas de los cuartos de empleados. Se resignó a una existencia clandestina, en las sombras. Probablemente sin saberlo, cultivó el rencor. Desde entonces, vio a su padre con animosidad.
Ese cojo fue mi padre.
Del espíritu emponzoñado de ese cojo, nací yo. En sus testículos furiosos se originó mi vida.
El cojo terminó el colegio, compró una moto, se aficionó a las armas de fuego, se convirtió en cazador de animales, no quiso ir a la universidad.
Una tarde, montando en moto, conoció a mi madre.
DOS.

Mi abuelo Letts no pintaba escenas del campo, vivía en el campo, había nacido para ser un hombre de campo. Desde joven había invertido en campos de algodón. Luego había adquirido unas tierras al norte y sembrado manzanas, naranjas, mandarinas. Amaba la vida ruda del campo. Antes de que amaneciera, antes de que sus decenas de peones desperezaran y salieran a trabajar, mi abuelo ya estaba subido en un tractor, o montado a horcajadas sobre un caballo, supervisando las faenas del día. Sus peones lo respetaban. Trabajaba más que todos ellos. Sabía de fertilizantes, de técnicas de regadío. Se instruía para producir las mejores manzanas, las naranjas más jugosas. Era un hombre de éxito, un soñador. Siempre quería conquistar tierras baldías, agrestes, y convertirlas en campos ubérrimos. Era un creador de riqueza.
También era un apasionado de la política. Era amigo del fundador de un partido de izquierdas. Eran tan amigos que mi abuelo lo había escondido en su casa en varias ocasiones, cuando el político escapaba de la Policía. No eran comunistas. Eran demócratas de izquierdas. Mi abuelo tenía carné del partido, daba dinero al partido. Protegía a su amigo, la bestia negra de los militares. Con el tiempo, mi abuelo llegó a odiar a los militares. Fueron ellos, tan brutos, tan abusivos, quienes propiciaron sus peores desgracias. Fueron ellos, una caterva de ignorantes resentidos, quienes lo arruinaron.
Otra de sus grandes pasiones fueron las mujeres. Se casó con una señora alta, guapa, elegante, respingada, de pocas palabras, y tuvieron nueve hijos. Uno de los mayores nació gay y no lo ocultó, tuvo el coraje de no casarse con una señora para camuflar o disimular su verdadera identidad. Como no tuvo hijos, se dedicó a hacer dinero, llegó a ser dueño de minas, uno de los hombres más acaudalados del país. Otro de los hijos fue revolucionario, comunista, justiciero, y trató de capturar el poder por la vía de las armas. El menor fue corredor de olas, amante del mar, seductor natural de las mujeres, como su padre. Porque mi abuelo, si bien amaba a su esposa, siempre tenía ojos vivaces para contemplar a otras mujeres, y palabras almibaradas para piropearlas, y arrestos bucaneros para abordarlas con galantería y saquear sus tesoros ocultos. No me consta, no fui testigo, pero creo que tuvo amantes furtivas entre las campesinas que vivían en su hacienda. Mi abuelo era un picaflor y ellas tal vez le tenían aprecio o quizás le temían, no lo sé. Pero él estaba siempre listo para un lance erótico detrás de unos arbustos, a la vera de un riachuelo. Así como estaba en su temperamento conquistar tierras ignotas, también era un conquistador de cuanta mujer pudiese hacer suya.
Cuando los militares tomaron el poder e instauraron una dictadura de izquierdas, mi abuelo se quedó sin nada. Le confiscaron sus campos, sus tractores, sus árboles de manzanas y naranjas. Los comisarios políticos de ese régimen de ladrones se instalaron en la casa hacienda de mi abuelo y lo echaron como a un apestado. Humillado, despojado de todo su patrimonio, se mudó a la ciudad y se resignó a vivir de los dineros que le pasaba su hijo, el magnate minero. Nunca volvió a ser el que era. No pudo recuperarse de aquella desgracia. Yo pensé en ser político, llegar a ser presidente, para devolverle sus tierras. No me alcanzó el tiempo, o el coraje.
Una de las cuatro hijas de mis abuelos fue mi madre. Alumna sobresaliente en el colegio, quería ser doctora. No fue a la universidad. Pensó en ser enfermera, o monja, porque su vocación era ayudar a los demás. Era religiosa, muy pía, la más devota de las niñas Letts. Debido a su fe religiosa, creía que el propósito de su vida era servir a los demás.
Una tarde, a la salida del colegio, mi madre, adolescente de belleza embriagadora, subió al bus escolar que la llevaría a casa. Las chicas en el bus notaron que un muchacho en moto, corpulento, las seguía, les sonreía, les mandaba besitos volados. De pronto el muchacho perdió el control, resbaló y cayó a la pista. Las chicas, alarmadas, gritaron, pidieron al chofer que se detuviese. Mi madre fue la primera en bajar y correr a auxiliar al motociclista herido. El joven caído de la moto vio a una chica bellísima, hincada de rodillas a su lado, y se enamoró de ella para siempre. Ese joven, cojo, motociclista, pistolero, no sabía en ese momento que años más tarde sería mi padre. Esa jovencita religiosa, presta a socorrer a los caídos, no sabía que sería mi madre. En ese momento comenzó a gestarse mi vida.
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