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Antes de 1989 casi nadie había oído hablar de Ieoh Ming Pei –el arquitecto de la Pirámide del Louvre, conocido luego mundialmente como I.M.Pei. Cuando Pei finalizó el Bank of China en Hong Kong la torre devino un destino obligatorio y convirtió a Pei en rockstar de la noche a la mañana.
Empezó otra era. Los bancos reemplazaron las catedrales de la Edad Media. Se volvieron los templos donde llevamos ofrendas (depósitos), rezamos por un milagro (aumentar la riqueza o no perderla) y, así como en las religiones serias, adoramos a un solo dios (el dinero).
Frente al Bank of China, acertado encuentro del talento de Pei y del lugar que ocupa el dinero en la cultura china, front and center, uno sentía verdadera devoción. Provocaba arrodillarse. Los banqueros oficiaban de sumo sacerdotes y sus cajeros de acólitos. Pasaron los años y el hombre continuó levantando torres cada vez más suntuosas y más inexpugnables al dinero; de catedrales en el sentido tradicional, nada. Resultaba más atractiva una bóveda de banco que la promesa improbable de una vida eterna. Hasta que llegó el 11 de setiembre y todo se fue a la mierda en bote. En poco más de dos horas cayeron no una ¡sino dos! catedrales y los templos al nuevo dios se pulverizaron. ¿Aprendimos algo? Aprendimos una sola cosa.
Aprendimos que el tiempo solo respeta lo que se hace con el tiempo. Hace tres meses empezó un incendio en Notre Dame de París que tardó seis horas en controlarse, pero solo consumió el techo de la nave, viejo de nueve siglos. Tomó 200 años levantar Notre Dame y solo ocho años las Torres Gemelas. Dirán que los incendios tuvieron diferente intensidad. En realidad no. En Notre Dame se alcanzaron los 1,500 grados, que no es poca cosa para un edificio de casi mil años.
Como testimonio del espíritu del hombre y centinelas de nuestra historia allí están las Pirámides (no la de Pei, las otras), la Muralla China, Angkor Wat, el Taj Mahal y Machu Picchu. Todos frágiles y amenazados no por el tiempo sino por el hombre. Allí está la pequeña joya de Chinchero engarzada en las andenerías de la sierra, amenazada por el dios dinero. Me escribe una atenta lectora: “La última vez que pasé por Chinchero rumbo a Ollantaytambo noté unos edificios modernos, horrorosos, con vidrios polarizados, un vómito visual. Le pregunté al chofer y me dijo que pertenecían a la gente que había vendido sus tierras a la empresa que quiere construir el aeropuerto. Lo peor, estos miniedificios no cuentan con agua, es decir, mucha modernidad, pero nada de lo mínimo indispensable y además saludable”. La destrucción de Ollantaytambo ya ha empezado.
Podemos seguir adelante con proyectos que destruyen la belleza conmovedora de nuestro patrimonio superponiéndole estructuras bastardas sin ningún valor. Podemos seguir despreciando lo que el tiempo construyó con el tiempo y levantar mamarrachos chicha que nos avergüenzan. ¿Qué nos queda? Ponernos a llorar o ponernos a rezar.
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