La lava ha penetrado las calles de La Palma. (Foto: EFE)
La lava ha penetrado las calles de La Palma. (Foto: EFE)

La erupción del de La Palma ha conmocionado al mundo entero. A la visión de lenguas de fuego que salen de lo más hondo de la tierra, trayendo a la memoria aquel verso de Borges que alude al “primitivo estupor” que el fuego produce en el ser humano, se une la tragedia de una población que ha visto sus casas, y sus historias devoradas por el magma que avanza implacable al mar.

Si hay algo a destacar en estos momentos es que lo mejor del ser humano ha quedado patente. No hay ni una sola pérdida de vida humana que lamentar. No ha habido saqueos. No ha habido espacio a la imprudencia pese al desgarro que ha producido en los habitantes ver impotentes cómo sus casas quedaban sepultadas. Ellos se han quedado sin nada. Apenas dispusieron de escasos minutos para elegir qué llevarse.

¿Quién es capaz de decidir sintiendo el aliento del fuego en la nuca qué llevar y qué dejar atrás consciente de las limitaciones de tiempo y espacio? Me imagino a mi misma en la tesitura, miro mis cosas, y soy incapaz de ponerme en su lugar. Quizás en esos momentos, en lo que menos se piensa es en lo material, y sí en todo aquello que nos transporta a cada una de las fases de nuestra vida. Como decía una palmera, tras la visita de los reyes, “me siento tan desorientada, que necesito que alguien venga y diga por dónde recomenzar mi vida”.

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Solo la mitad de las propiedades devastadas estaban aseguradas. El sistema español prevé que en caso de siniestros extraordinarios sea el consorcio de compensación, es decir el Estado, el que responda.

No estaría de más que se estudiara para el Perú, una legislación que evite el quebranto de las aseguradoras, y garantice a la población una eficiente respuesta a sus desgracias.

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