Lo venía anunciando el servicio secreto americano desde hace un par de meses: Rusia prepara la invasión. La Unión Europea y sus principales líderes se dispusieron a la lucha diplomática. Pero el muerto ¡ay!, como dice el poema de César Vallejo, siguió muriendo. La política de Putin no conoce de otro interés que no sea el suyo propio.
Frente a la incompetencia o inutilidad de los organismos internacionales tipo ONU, o Unión Europea, y gracias a los oídos sordos que ha desplegado Putin ayudado por una mesa de dimensiones imposibles, la guerra, la incomprensible, la inútil, la injusta, la indeseada guerra, ha estallado.
No frente a un país distante o lejano, sino ante Ucrania. Los ucranianos se sienten rusos. Los rusos, ucranianos. Hablan el mismo idioma, participan de la misma cultura, comparten o compartían de alguna forma el mismo territorio.
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Pero desde hace una década Rusia y su líder Putin empezaron a ajustar las tuercas de Ucrania. Su último reclamo para justificar lo injustificable es que hay que salvar a los ucranianos del totalitarismo nazi. Según él, hay que acabar con el “imperio del mal”. Cualquiera diría que habla de sí mismo.
¿Qué sentido tiene una guerra en pleno siglo XXI?
Ninguno. Como ningún o poco tendrá en la práctica el anuncio de sanciones financieras a Rusia. Por duras que las prometan americanos y europeos. Lo pagarán sí los ciudadanos, pero Putin permanecerá. En Rusia están prohibidas las manifestaciones. ¿Quién se atreverá a expresar su desacuerdo? Los precios ya han empezado a subir. El temor a que Rusia corte el suministro de materias primas se refleja en las bolsas. La crisis económica en la que nos sumió la pandemia, que parecía reconducirse, se agravará. La guerra se veía venir. Sí. Pero nadie hizo, de verdad, nada por evitarla.