El año pasado, el filósofo y escritor Javier Gomá dictó una conferencia sobre la vida y obra de Séneca. El sabio, cuyo estoicismo estricto lo había llevado a la cúspide del éxito, se había traicionado por ser permisivo con Nerón, su pupilo y uno de los más terribles tiranos de Roma. Finalmente, Nerón le ordenó el suicidio. Los peruanos, de alguna forma, estamos cometiendo el mismo error de Séneca con Nerón.

Somos tolerantes con el autoritarismo. Más de veinte años después de la caída del régimen fujimorista hemos sido incapaces de construir una institucionalidad democrática. El principal partido político, metido hasta el cuello en temas de corrupción, es el principal heredero de aquel régimen. La terca obstinación de su lideresa de buscar el poder a cualquier costo nos ha llevado a la profunda crisis política y social que vivimos desde hace más de diez años. Pero gran parte de la culpa la tenemos nosotros mismos. El Perú es un país en el que gran parte de la población celebra los golpes de estado, el de Velasco, el de Fujimori o el intento de Castillo (elija, hay para todos los gustos). El peruano se alegra cada vez que cae, con motivos y sin motivos, un gobierno y hasta tenemos la extraña costumbre de llamar a nuestros dictadores “expresidentes”.

Mimamos a Nerón. Amamantamos a la clase política (si es que se le puede llamar así) que nos desprecia, que no tiene una propuesta de país y que juega con el estado de derecho a su conveniencia. Desde esta tribuna dije que era inadmisible sostener a una presidenta que tiene detrás de sí más de cuarenta personas muertas producto de una protesta. El tiempo ha demostrado que no solo se trata de una persona sin la capacidad de gestión que requiere el Perú, sino también corrupta. Lo curioso y triste es que el escándalo de los Rolex genere más indignación en la sociedad limeña que el elevado número de muertos con los que carga este gobierno. Nos gusta la bala y el látigo.

El mediocre e impopular congreso es capaz de mantener a la presidenta en el gobierno en aras de la estabilidad (de su salario). Los datos demuestran que en el Perú se vive una recesión económica producto, principalmente, de la crisis política. No somos vistos como un país serio para atraer inversiones. Nuestros cerebros más brillantes prefieren migrar al extranjero por falta de futuro. Fuera del ejecutivo las cosas no son mejores. Un líder de una de las principales franquicias políticas inauguró hace algunos meses una estatua dorada de tamaño real de sí mismo en uno de sus campus universitarios. Ese es el reflejo de la huachafería y el narcisismo de nuestra clase política, la que compra relojes, departamentos, automóviles en lugar de promover políticas públicas. La que asiste a fiestas y baila sobre las mesas, mientras en las calles la delincuencia sigue matando.

Nos agrada el desprecio. Miramos con cariño a quien grita más fuerte. Por eso Antauro Humala y su mazamorra mental encandila a gran parte de los peruanos que sueña con fusilamientos, con meter a los migrantes en campos de concentración y con meterse en una guerra con nuestro principal socio comercial. Ese es el hombre que encabeza las encuestas de intención de votos. Abrazamos a los políticos que nos desprecian. Es increíble la incapacidad que tenemos los peruanos para exigir respeto a nuestros políticos. Nuestra exagerada terquedad nos va a llevar a la desintegración total de nuestra ya débil democracia. Estamos esperando en la bañera el momento final de la muerte.

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