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[OPINIÓN] Patricia Teullet: ¡Otra vez el transporte!

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Fecha Actualización
En la segunda mitad de los años 70, Hilda llegó de la selva a Lima a trabajar como empleada doméstica (en ese entonces aún no se le llamaba trabajadora del hogar). Llegó con una niñita de dos años, con la barriga hinchada debido a los parásitos.
Además de saber cocinar y ayudar con la limpieza, Hilda era un hada con las manos: complementaba sus ingresos cosiendo, pintando en tela y tejiendo a crochet. Estuvo 20 años trabajando en la misma casa y esa niñita, Jenny, que llegó desnutrida y sin saber hablar, estudió una carrera técnica, se hizo empresaria en la industria del calzado, se casó y tuvo un hijo. Más adelante, el marido le robaría todo y la abandonaría con el niño.
Hecha de la misma madera que su madre, Jenny siguió trabajando y envió a su hijo Marco a la universidad, una prestigiosa universidad privada. El jovencito resultó inteligente y estudioso y, con becas, logró completar la carrera en la universidad. Cuando terminó, incluso antes de graduarse, ya tenía empleo en una importante empresa transnacional. Marco era el orgullo de su madre y su abuela. El sueño de una familia migrante: la madre sin educación, la hija con carrera técnica y el nieto graduado universitario. ¡Quién dice que el Perú no es un país de oportunidades!
Un 1 de enero de hace ya varios años, un conductor ebrio, manejando a exceso de velocidad atropelló y mató a Marco. El responsable no tuvo ninguna sanción y, para Hilda y Jenny, las ‘fiestas’ de fin de año se convirtieron en el permanente recordatorio de la muerte de Marco y la impunidad.
Desde aquel entonces, la forma de manejar en Lima solo ha empeorado: microbuses y taxis colectivos en carrera por captar pasajeros en las avenidas, mientras motociclistas avanzan cruzándolos, arriesgando su vida. Bocinazos y luces intermitentes que no se usan para advertir de una maniobra. Y si se pretende utilizarlas para cambiar de carril, el efecto es el contrario al buscado: el vehículo al cual se solicita el pase acelerará para impedir el cambio. Intersecciones bloqueadas porque, aunque se sepa que no se va a poder pasar, permitir que el que viene en otra dirección lo haga resulta algo así como ‘una pérdida del honor’.
Las consecuencias de este caos las vivimos todos los días y continuará así mientras las autoridades lo permitan. Aunque no tengamos un sistema de transporte masivo acorde con la dimensión de la ciudad (y eso, entre otras soluciones, se llama metro), las autoridades tienen que hacer que se cumplan las normas de conducir más elementales y eso se llama fiscalizar y sancionar en serio.
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