“Tenemos que ver cómo muchos otros pasan hambre, huyen para salvarse o enfrentan a la muerte para defender una causa cuyas víctimas son, en su mayoría, inocentes”. (Foto: Andina)
“Tenemos que ver cómo muchos otros pasan hambre, huyen para salvarse o enfrentan a la muerte para defender una causa cuyas víctimas son, en su mayoría, inocentes”. (Foto: Andina)

Paradójicamente, la pandemia ‘igualó’ al mundo. Con más o menos recursos, mejores o peores medidas, enfrentábamos todos una crisis en la cual era indispensable colaborar: el virus no respetaba fronteras ni diferencias ideológicas o religiosas; en el extremo, ni siquiera económicas. Curiosamente, una mezcla de competencia y colaboración resultaban necesarias para derrotar al COVID-19.

Pero, antes de siquiera terminar la lucha contra el virus, reaparecen viejas miserias, propias y ajenas.

Las propias, centradas en un gobierno inepto y corrupto que no puede ser solo tema de conversación casual. Para la gran mayoría, eso significa el fracaso de un proyecto de vida.

Este gobierno lo ‘encabeza’ un sombrero bajo el cual uno se vuelve invisible. Sin embargo, alrededor de él, se arma un sistema que daña al país con el copamiento de cargos, la captura del poder judicial y la complicidad de congresistas que no están dispuestos a arriesgar el sueldo de 5 años ni sus ‘bonificaciones’.

El Perú no puede olvidar que, no hace mucho, fue presa de odio y violencia. Por eso, la guerra en Ucrania no se puede reducir a fríos cálculos del impacto sobre los precios de los minerales, hidrocarburos o hasta el aceite de girasol. Tenemos que ver cómo muchos otros pasan hambre, huyen para salvarse o enfrentan a la muerte para defender una causa cuyas víctimas son, en su mayoría, inocentes y a merced de poderosos que toman decisiones como en un tablero de juegos. Las imágenes de horror las vemos minuto a minuto y deben ser un recordatorio permanente del valor de la paz porque esclavitud y violencia también siguen existiendo en muchas zonas del Perú, aunque no queramos verlas.


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