“La salida de Lima, a través del Callao, ya muestra la poca uniformidad hasta en las normas más elementales”. (Foto: Video)
“La salida de Lima, a través del Callao, ya muestra la poca uniformidad hasta en las normas más elementales”. (Foto: Video)

Ante la perspectiva del cielo gris limeño, el discurso presidencial, y las noticias relacionadas al mismo, opté por un plan más tentador y cultural: conocer Caral, donde se encuentran los restos de la civilización más antigua de Sudamérica.

La salida de Lima, a través del Callao, ya muestra la poca uniformidad hasta en las normas más elementales: el Gobierno del Callao, que ha determinado límites de velocidad distintos y con mediciones, digamos que “de dudosa reputación”, aplica multas con gran entusiasmo.

Hacía mucho tiempo que no iba hacia el norte de Lima y, aunque he visitado las zonas detrás de las laderas de Villa María del Triunfo, lo que se ve hacia el norte es devastador: la densidad poblacional y la precariedad de las construcciones, son aún mayores. Con luz solo en ciertos sectores y sin agua en la mayoría de ellos, una vez más, se montan una encima de otra, casi sin separación ni caminos definidos, construcciones de ladrillo, barro, triplay e incluso cartón. Y ese hacinamiento esconde uno más privado, al interior del hogar donde en una habitación con dos colchones puede vivir una familia con varios hijos. La pobreza está allí y muy cerca: la vemos en las viviendas, pero también en los rostros de más de una docena de vendedores que ofrecen maní, barquillos o gaseosas cerca al peaje. Ganan centavos, la competencia es fuerte y, a pesar de la larga cola para pagar, los clientes son pocos.

Al alejarse de la ciudad, siguen apareciendo asentamientos humanos a los lados de la carretera, una carretera con neblina en la que, reflejando mucho nuestra “cultura”, cada quien maneja como mejor le venga en gana porque las reglas están para ser ignoradas: los camiones van lentos por el lado izquierdo, muchas veces al lado de un ómnibus que va a la misma velocidad por el carril derecho; nadie hace señales de luces; vehículos que echan humo negro o no tienen ni siquiera un faro posterior funcionando a pesar de que, supuestamente, han pasado una revisión técnica cada año.

Al oscurecer, es difícil ver al hombre que, montado en uno, lleva otros dos caballos por la berma central, o a los cinco niños (de tres a 10 años) que, tomados de la mano, intentan cruzar, solos, hasta el otro lado. ¿Lo habrán logrado? ¿Qué o quién los esperaba esa noche? Estaban solos. ¿Serán también víctimas de violencia doméstica? ¿Habrá una comida caliente para ellos? ¿Asistirán a una escuela donde logren aprender realmente? Si se enferman, ¿habrá un médico para atenderlos en un hospital o al menos una posta médica?

Y, me quedé pensando que, cuando alguien roba en el Gobierno, es a esos niños a los que se les está quitando la oportunidad de una vida mejor.


TAGS RELACIONADOS