Bukele contó con una “ventaja” simple pero fundamental: las maras son físicamente identificables por sus tatuajes (quien se tatúa sin permiso es asesinado por la pandilla). (Photo by Oscar Rivera / AFP)
Bukele contó con una “ventaja” simple pero fundamental: las maras son físicamente identificables por sus tatuajes (quien se tatúa sin permiso es asesinado por la pandilla). (Photo by Oscar Rivera / AFP)

En 2019 expertos salvadoreños advertían el fracaso del plan Bukele contra la inseguridad. Se equivocaron. Bukele logró reducir, por ejemplo, la alta tasa de homicidios (era de 103 por cada 100 mil habitantes en 2015 y de 7.8 en 2022). Los resultados explican que alrededor del 90% de sus compatriotas lo apruebe pese al costo pagado en derechos humanos.

¿Puede el mundo criticar a un pueblo agredido por años con impunidad por salvajes pandillas y que hoy goza de cierta tranquilidad? Se suele informar sobre lo negativo del modelo bukelista, pero se dice poco de la barbarie delincuencial contra la población.

Los mareros salvatrucha no son calichines del delito. Perpetran múltiples atrocidades, llegando a torturar y asesinar a niños, mujeres y ancianos en territorios controlados y sometidos a sus reglas. Fueron catalogados como “terroristas”; una decisión inadecuada en realidad, ya que las maras no persiguen fines políticos, sino económicos, de lucro. Este detalle no es menor, ya que puede llevar a errores estratégicos en las políticas de seguridad al no diferenciar entre grupos delictivos y organizaciones terroristas en estricto. El terror criminal difiere del terrorismo político (aunque pueden interactuar según el escenario). Pero esta es ya otra discusión.

¿Es repetible el modelo salvadoreño? No lo es. El contexto es distinto. En Perú los delincuentes organizados o comunes, incluyendo a los transnacionales (como el Tren de Aragua), operan en otras condiciones.

Por ejemplo, para neutralizarlos, Bukele contó con una “ventaja” simple pero fundamental: las maras son físicamente identificables por sus tatuajes (quien se tatúa sin permiso es asesinado por la pandilla). Esto “facilitó” incluso la fase de “extracción” del plan para el encarcelamiento (hay 70 mil detenidos, faltan 20 mil). Esta condición básica hace imposible de arranque su réplica en Perú.

Cierto es que los peruanos —como lo exigían los salvadoreños— piden efectivo control de territorios urbanos. Pero debe ejecutarse, con alta prioridad, su propia política anticriminal y sus propias reformas. Y, llámese “mano firme” o “mano dura”, el proceder con contundencia no contradice respetar debidos procesos y derechos humanos.

En ese sentido, en el tema carcelario hay mucho por hacer (el CECOT, la enorme prisión de Bukele se construyó en siete meses). Mientras no se inocule el serio temor a la prisión en los delincuentes, estos seguirán operando sonrientes. Urgen más penales de seguridad máxima, “duros”, tipo Challapalca o Cochamarca (celdas unipersonales, trajes naranjas para reos, etc.). Esto instala un mensaje contracriminal potente. En Ecuador las prisiones se convirtieron en centros de operaciones. En Venezuela el Tren de Aragua tiene en la cárcel de Tocorón un “club de esparcimiento” en complicidad con el narcoestado chavista.

La problemática de seguridad tuvo también efectos políticos. El bukelismo usa su popularidad en el manejo de las tensiones criminales para apalancar supremacía en las tensiones políticas que lo involucran. Así, Bukele prospera con el conflicto. La acumulación de poder se agiliza. La reelección presidencial es el premio inmediato.

Si las democracias liberales no neutralizan la criminalidad con urgencia —según su propia realidad—, no debe sorprender la aparición de autoritarismos populares que “se hagan cargo”.

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