El alumno Alejandro Toledo recibe el saludo del alcalde de Chimbote el día de la inauguración de la escuela de barrio. (Crédito: "Las cartas sobre la mesa")
El alumno Alejandro Toledo recibe el saludo del alcalde de Chimbote el día de la inauguración de la escuela de barrio. (Crédito: "Las cartas sobre la mesa")

Hablemos bien de Alejandro Toledo, así sea mentira.

Porque mentira debe ser la mayor parte de la autobiografía panfletaria que el expresidente publicó en 1995 para fines electorales.

La obra se llamó “Las cartas sobre la mesa”, la epopeya de un niño provinciano y pobre que pasa de lustrar zapatos en Chimbote a ser asesor gubernamental. Esta obra, siempre y cuando se mantenga ajena al pinchaglobos del fact checking, resulta un guion de epifanías y revelaciones. Y afortunadamente para el autor, el relato no llega más allá de 1995.

En 1930 su padre Anatolio se cruza en la Plaza Francia con la escolta del presidente Sánchez Cerro. El país está movido. El presidente Leguía ha sido arrestado y va camino a la cárcel, donde moriría. Anatolio, albañil que no acabó el colegio, no imagina que algún día un hijo suyo estará en ese trance.

Ese hijo nace el 28 de marzo de 1946 en Cabana y Anatolio asiste como partero. Lo llama Alejandro Celestino. El bebe que tiene en brazos será presidente del Perú y Premio Nobel de la India.

Alejandro tiene 4 años y funge de partero de sus hermanos. La familia habita en una modesta casa de dos cuartos. Cocinan en ollas de barro obtenidas por trueque. De noche se abrigan con pieles de animales que ellos mismos matan.

Empujados por la pobreza, migran a Chimbote. Ocho sacos de papa y maíz es su capital. Alejandro lleva a su perro Limón, noble y chusco.

Caminan tres horas hasta Huallanca donde toman el tren, deslumbrante artefacto metálico. Durante el viaje Alejandro saca la cabeza por la ventana y ve el mundo deslizarle como una película propia. Pueden haber sido las mejores cinco horas en su vida.

El primer año en Chimbote Alejandro y sus hermanos no van a la escuela. No hay con qué. Conocen el mar. Saborean su sal, sienten su frío oceánico.

A los seis años sale a lustrar zapatos. Su familia invade un terreno y levanta casa. Alejandro ingresa a la escuela mixta 3107, de una sola maestra. Por su precocidad da el discurso de inauguración.

Alejandro se traslada a la escuela Minerva, donde si no sabes te pegan. Lleno de hematomas por motivos matemáticos, destaca en composición y poesía. En casa no hay electricidad. De noche la luz viene de mecheros de kerosene. De noche su mamá cuenta historias de terror frente a la candela.

Es 1960 y Chimbote es una orgía. El dinero de la pesca atrae camionadas de cerveza y prostitutas extranjeras. Alejandro tiene una idea. Vender tamales de madrugada en las cantinas, cuando el hambre asola la borrachera. El trabajo nocturno le adelanta una advertencia no atendida.

En las madrugadas ve como llegan las esposas a los bares en busca de sus maridos. Estos salen a rastras, inconscientes, vomitados, desfalcados por una puta que no dejó pasar una oportunidad.

En tercero de media se hace corresponsal del diario La Prensa. Asiste a todo mitin político que llega a Chimbote. Ve en vivo a Haya de la Torre y a Fernando Beláunde Terry, a quien entrevista.

Una pareja norteamericana del Cuerpo de Paz llega a la ciudad, Nancy y Joel. Se quedan a vivir en su casa. Alejandro acosa castamente a la chica rubia. Los gringos le regalan un libro de Ortega y Gasset donde hay una frase que pasa desapercibida a sus hormonas:

- Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.

Termina el colegio y el Rotary Club ofrece una beca en los Estados Unidos. Necesita una carta de recomendación. Se le ocurre pedírsela al presidente Fernando Belaúnde Terry.

Toma un bus de la agencia Chinchaysuyo hacia Lima. Se acerca a Palacio y deja una nota para el presidente. La carta llega a su destinatario y este lo recomienda. Alejandro gana la beca.

Viaja a San Francisco en 1965. No sabe inglés. Gracias a donaciones lleva 110 dólares en el bolsillo. En San Francisco se paraliza ante una escalera mecánica. Podría subirla y bajarla todo el día. Cuida casas, atiende jardines, lava platos en la cafetería de la universidad de San Francisco. En las notas no le va bien. Entonces aparece el futbol. No era muy bueno, pero su mediocridad peruana es excelencia allá y le amerita extensión de la beca.

Recibe en la universidad a Fernando Belaúnde como orador. Consigue un trabajo como gasolinero nocturno hasta las 6 de la mañana. Fantasea de madrugada entre el olor a combustible.

En 1970 Perú clasifica al mundial de México. Coincide con la graduación de Alejandro en la Universidad de San Francisco. Se prepara para ir a ver a la selección en León, que le queda cerca. Lo designan para que de el discurso de graduación y se pierde el mundial.

El mismo día de la graduación llega la noticia de un terremoto en el Perú. Solo cinco días después se entera que ha fallecido un tío suyo, pero que sus hermanos y padres están bien. Ignora que en el futuro dirá en público que su madre murió en ese sismo.

Varias universidades lo aceptan para el posgrado. Harvard, Columbia, Stanford, y el London School of Economics. Lo ayuda una nueva carta de Fernando Belaúnde, a quién se la pide desde un teléfono público. No tiene como saber que, años después, desde la presidencia, ordenará funerales de estado para Belaúnde. Este muere en el 2002 sin saber que Toledo era corrupto.

Alejandro elige Stanford por dos motivos: le ofrecen beca completa y está cerca a San Francisco, ciudad que siente propia.

Desconoce que en Stanford conocerá a su futura esposa, Eliane Chantal Karp Fernenbug. Se casan en 1979, se divorcian en el 92. Se vuelven a casar en 1997 para la campaña electoral que lo llevaría a la presidencia. Dos décadas después, su inconducta en ese cargo le significarían cárcel.

Este dato sentimental no necesariamente responde a la pregunta que intitula este artículo.

Pero por algo se empieza.

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