[OPINIÓN] Jaime Bedoya: De la necesaria templanza para ser arquero.
[OPINIÓN] Jaime Bedoya: De la necesaria templanza para ser arquero.

A mi hijo se le ha ocurrido ser arquero. No necesariamente como profesión, aunque sí como temporal propósito de vida que, por supuesto, le gana al colegio, a levantar su ropa y –cómo no– al cronológicamente incremental tema de la higiene personal.

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He tenido que disimular cierto entusiasmo, desbordado en consejos no solicitados de supuesta experiencia acumulada. Es la misma ubicación en la cancha que me interesaba a su edad, cuando de grande quería ser cirujano o torero, casi lo mismo.

Pero los sueños no siempre coinciden con las destrezas, y los límites acaban convirtiéndose en aceptación. Lo que explica que hoy domingo no esté ni en una plaza ni en un quirófano, sino mojando papel en tinta u opacando pixeles en una pantalla, casi lo mismo.

Sin embargo, hay cosas que sí debe saber. Como, por ejemplo, que el arquero siempre tiene la culpa, así no la tenga. Y que es una culpa que uno mismo se busca. Por eso es un puesto que pocos quieren, relegado al último en ser escogido para un equipo. Pero hay temple escondido en ese menosprecio. Sin una entereza sólida nadie se expone voluntariamente al riesgo de pasar de la admiración a una mentada de madre en un zeptosegundo.

Hay una obligación invisible demarcada por esa línea imaginaria que la niñez traza entre dos árboles. Es pura desventaja, no cubierta del todo por el uso de las manos: impedir que el balón toque las redes, repositorio del orgullo y amor propio del equipo. En lo que dure un partido, y una pichanga de parque es una abstracción de plazos indeterminados, habrá once jugadores contrarios dedicados a hacer añicos esa honra hecha de pitas. La portería no es lugar para endebles.

El arquero tiene una disposición diferente que el resto. Para empezar, se viste de otra manera. Esto lo predispone a una presencia que oscila entre la arrogancia y la excentricidad. Hay arqueros austeros, como el elegante Dino Zoff, dandy al que solo le faltaba una pipa mientras esperaba que la pelota llegara a su terreno.

Y hay una pléyade de locos, todos genialmente dislocados. El loco de todos los locos, el colombiano René Higuita, desplegó su genial disparate en la estrambótica atajada del Escorpión, perpetrada en la cuna del fútbol, el estadio de Wembley. Solo alguien guiado por la extraviada estrella del despropósito se atrevería a hacer algo así, y a hacerlo bien.

Da igual. En un portero locura o serenidad sirven el mismo propósito: aplacar el peso inmenso de ser la última esperanza. Al mismo tiempo, la tarea que los ocupa es compleja. Supone agudizar la intuición, domar la paciencia y saber administrar ambas entre parpadeos.

Esto puede ser un exceso filosófico, pero Heidegger decía que todo movimiento de la mano conduce al pensamiento. Sonará denigrante, pero patear el balón se presenta como una tarea más llevadera. Cuando el éxito acompaña esa cadena de eventos, se alcanza la gloria. Cuando no, el abismo es como aquel donde reposa el Titanic.

El hueco más hondo en el que ha caído un arquero es el que le tocó al brasilero Moacir Barbosa, defensor del arco brasilero la tarde infausta del Maracanazo, 16 de julio de 1950. Brasil ya se sentía campeón mundial, anticipación confirmada por un primer gol local. Cuando llega el empate uruguayo, Schiaffino, el que anotó, dijo que fue la primera vez en su vida que escuchó el silencio.

En el segundo tiempo Barbosa cometió un error. Ante un amague de centro cayó en la trampa, dio un paso hacia adelante y dejó desguarnecido el arco. Ahí le clavaron el gol. Brasil perdió el campeonato y el arquero brasilero murió por primera vez al sentirse odiado por 70 millones de brasileros a la vez y para siempre.

Murió por segunda vez en el 2000, en abandono, miseria y asco. Según una leyenda urbana, Barbosa quemó los postes del arco donde le encajaron ese gol. Ni así conjuró el desprecio.

Con esa carga, ver al heredero homónimo bajo los tres palos puede naturalmente amenazar la tranquilidad del espíritu. “¡El brazo de mi hijo no se amputa!”, espetó a los médicos el padre de un aún niño Jean Marie Pfaff, como sabiendo que ese imberbe que había querido tocar un tren en movimiento -destrozándose el brazo- iría a ser considerado mejor arquero del mundo en 1987.

Porque es así. Gol que el niño salva equivale emocionalmente a un crédito hipotecario cancelado, a un examen prostático benigno. Pero gol que le encajan es una estaca artera en el corazón. Peor aún, es una culpa compartida. Por padre, o por viejo solamente, deberíamos haber sabido anticipadamente, y advertirle, que en ese penal debía lanzarse hacia la derecha.

Si hay que tener insomnio, mejor que sea por esto antes que por haber hecho negocios con Sada Goray.

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