(Foto: Presidencia)
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Hace 22 años, a mi mujer le metieron un balazo en la sien en un asalto, cuando mis hijos tenían 6, 4 y 1 años. Recién hoy puedo tener la certeza de que estarán bien, aun si me muriera mañana yo. Dos décadas después recién tengo la certeza de que serían igual o más capaces de enfrentar lo que la vida les traiga. Si eso pasa en una vida particular, pensemos en lo que puede ser para un país en su totalidad.

Enfrentarse a una muerte abrupta de manera tan inesperada es brutal. Uno no sale adelante si no logra encontrar en el resto de la vida suficientes elementos que sirvan para darle sentido a esa vida posterior y encontrarle relevancia a la de uno mismo. La vida me dio el privilegio de encontrar complicidad en una relación de pareja, donde mi exesposa me nutrió más allá de la muerte de ella misma. Me regaló descubrir en mí mismo cosas que yo no veía y que me fueron útiles para enseñar a mis hijos. Eso es un privilegio que la vida da y quita, quita y da, Blades dixit.

Más allá del inmenso regalo de vida que recibí, cada vez que la muerte se adelanta, hay dos lecciones fundamentales: (i) la vida es frágil e impredecible, puede acabar cuando menos lo esperas; y (ii) la vida se debe aprovechar con poco respeto a lo aceptable socialmente. Nada impacta más para entender la irrelevancia de los cánones sociales que ver cadáver a quien más nos insuflaba su vida y viada, día a día. Lo acostumbrado puede ser una trampa, más que una solución.

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No hablo de conceptos, sino de vivencias, que se aplican a una nueva filosofía de vida, con mucha conciencia de que solo valdrán mientras uno siga vivo, lo cual es inherentemente incierto. Uno guarda reflexiones no solo sobre lo ya perdido, sino una nueva manera de ver lo que se va a vivir hasta morir, sabe Dios cuándo. Uno se vuelve obsesivo en trasladar lo aprendido, tanto por la relevancia de lo que uno ha vivido como por la conciencia de que uno va a dejar de existir, sin saber cuándo.

La mayor angustia que siento hoy es que el país está pasando por dilemas que distorsionan la realidad fundamental de los hechos para las élites que deberían servir de intérpretes. El Perú ha sido y sigue siendo un país racista y clasista de manera inaceptable. Muchos jóvenes peruanos ya no aceptan esa aberración. Pero ello no puede valer para hacer maniqueísmo corrupto. Este gobierno ha reducido los estándares que deben cumplir directores de escuelas bilingües solo para favorecer demandas sindicales por encima de las necesidades de los alumnos y padres de familia más necesitados del país. Si uno quiere ayudar a los peruanos más pobres, no puede permitir que los directores de sus escuelas no se puedan comunicar con alumnos y padres de familia. Eso es engaño y descaro.

Si se evalúa todo lo revelado por la Fiscalía de la Nación, queda claro que, más allá de lo que pueda ser discutible, hay suficiente evidencia de que el poder ha sido utilizado para beneficios particulares, encubrimiento y obstrucción a la justicia. Aducir que la corrupción ha sido menor a otros gobiernos me parece inaceptable. En gobiernos anteriores no había evidencia tan temprana de corrupción y negarle por corrupción derechos fundamentales a peruanos no se puede tolerar, punto. Aquí se habla de responsabilidades individuales, no de representación de un grupo social.

Perú ha sido siempre un país extremadamente complejo, difícil de resolver. La pregunta, antes de que el mundo chicha e ilegal nos inunde, es si la élite va a poder deponer sus egos y posiciones ya establecidos para lograr consensos realistas, razonables y aplicables, antes de que las actividades ilegales e informales (minería, tala, narcotráfico, contrabando) nos devoren.

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