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[OPINIÓN] César Luna Victoria: Que 20 años no es nada

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Juan nació en 1953. Entonces Lima era una ciudad bonita, conservaba armonía, los tranvías eran el transporte público y la pobreza se reducía a unas barriadas que la primera dama, María Delgado de Odría, aliviaba con caridades populistas, al estilo de Eva Perón. Era una ciudad de empleados, con sueldos que alcanzaban para comprar una casa. El miedo estaba lejos, en Europa, que recordaba los genocidios de los nazis y la bomba atómica y sufría un muro en Berlín, que separaba familias y modos de vida. Era la Guerra Fría. Jacinto también nació en 1953. La mayoría vivía en el campo, eran analfabetos en español y no podían votar. Sus cultivos de panllevar evitaban que muriesen de hambre, pero no los sacaban de la pobreza. Sobrevivían marginados en las tierras menos productivas, porque las más ricas se las habían quitado los latifundios con argucias legales, preludio de otras corrupciones. Soñaban con un inkarey que les devolviera la grandeza del Tahuantinsuyo o una reforma agraria. Hugo Blanco ensayaba las primeras tomas de tierras y Luis de la Puente lideraba las primeras guerrillas, a lo Fidel Castro. Era la Guerra Silenciosa, que Manuel Escorza escribiría en cuatro novelas.
Pedro nació en 1973. Velasco había impuesto su reforma agraria, expropiado empresas privadas e inundado la economía de empresas públicas. Lima se llenó de pueblos jóvenes, repletos de trabajadores para las industrias subsidiadas. Se expropió prensa y televisión. Entre prisiones y destierros, invernaron los partidos. La política se trasladó a las universidades y a los sindicatos. No había democracia, pero sí fútbol; clasificamos a los mundiales de México, Argentina y España. Cuando regresó la democracia, trajo hiperinflación y terrorismo, colas y coches bomba, comedores populares y vasos de leche. Máximo también nació en 1973. La reforma agraria había sustituido patrones por funcionarios, que algo sabrían de agricultura, pero poco de comercialización y de manejo de capitales. La reforma agraria fracasó económicamente. En los tapiales, donde se había escrito: “Campesino, el patrón ya no comerá más de tu pobreza”, se había agregado: “Ahora me la comeré solito”. Fue la primera frustración. Tenían derecho a votar, pero de poco servía. Esa fue la segunda frustración. Cuando llegó el terrorismo, los campesinos andinos lucharon en las primeras trincheras; unos murieron en batallas, otros asesinados por un bando o por el otro. Al final, fueron abandonados. Esa fue la tercera frustración. Vinieron a Lima para sobrevivir al margen del Estado, al que ya no respetarían más. Lima se convirtió en una megaciudad, multicultural, desordenada, pero, sobre todo, informal.
Teresa nació en 1993. Aprendió a vivir en una economía que crecía como nunca. Tuvo prosperidad para comprar lo que el Estado no podía darle. Josefina también nació en 1993. Creyó que estaba invitada a la mesa, al menos eso le dijeron. Pero somos especialistas en dilapidar abundancias. Por eso no llegaron hospitales, escuelas, carreteras, canales de regadío, defensas ribereñas, agua y alcantarillado, electrificación rural, transporte público, reordenamiento urbano y tanto más. La corrupción que se fue descubriendo solo sirvió para el circo de ver tanto político preso, pero no sirvió para corregir y mejorar la gestión pública. Para colmo, el narcotráfico y la minería ilegal crecen e imponen esclavitudes y pasó el COVID con todas sus muertes. Otra vez abandonados por el Estado. Esta es la quinta frustración.
El mundo cambió muy rápidamente, pero nosotros cambiamos, además y muy profundamente, de procesos políticos y económicos, cada cual más complejo y extremo, que nos han marcado muy dentro del alma, pero de modo distinto a cada generación, a los de la ciudad y a los del campo, a los ricos y a los pobres. Esa diversidad no debería ser un problema, si sabemos sacar provecho de tanta experiencia, de tanta frustración. Sentir el fracaso, entenderlo y aprender para mejorar es un buen principio. Como decía la madre de Juan, no hay mal que por bien no venga.