[Opinión] César Luna Victoria: Prisioneros de nosotros

“El éxito en una negociación no es regatear para que uno saque más y el otro menos, sino saber encontrar el acuerdo que más beneficios conceda a las dos partes”.
(Foto: GEC Archivo)

Dos forajidos son detenidos por un crimen que lleva 10 años de cárcel. La Fiscalía no tiene pruebas y necesita que confiesen. Por eso les ofrece un trato por separado. El que confiesa sale libre y el otro se queda con pena completa; si los dos confiesan, se les reduce la pena a la mitad. Cada prisionero evalúa opciones. Es mejor confesar y van a la cárcel por cinco años. Pero había una tercera opción: que nadie confesase. Hubiesen seguido detenidos un año, hasta que fuesen liberados por falta de pruebas. Sin embargo, desconfiaron, asumieron que el otro iba a confesar y, así, terminaron confesando los dos. Se trata del dilema del prisionero, que presentaron Merrill Flood y Melvin Dresher en 1950. El dilema es ¿por qué no eligieron quedarse callados, que era la mejor opción? Me dirá que estaban aislados y no podían negociar entre ellos. No necesariamente. El caso sirve para explicar que, aun en esas condiciones, es posible si cada prisionero: (i) evalúa los hechos y sus consecuencias, para convencerse de que quedarse callado es la mejor opción; y (ii) confía que su cómplice actuará racionalmente, que se quedará callado, porque para él también es la mejor opción. Hechos, intereses transparentes y confianza son la clave.

El éxito en una negociación, entonces, no es regatear para que uno saque más y el otro menos, sino saber encontrar el acuerdo que más beneficios conceda a las dos partes. Es lo que, años después, Roger Fisher y William Ury desarrollaron para la Escuela de Negocios de Harvard: el arte de negociar sin ceder.

Por aquí solemos tomar malos acuerdos. El más reciente es el de la tercerización. Cada empresa se dedica a lo suyo y contrata (terceriza) sus servicios complementarios. Es lo más normal del mundo. Pero los hechos se entreveran. El primero es la estabilidad laboral, que impide que un trabajador sea despedido arbitrariamente. Se puede pagando una indemnización significativa, pero el trabajador puede rechazarla para seguir en el trabajo. Bueno pues, derechos son derechos. Pero qué ocurre si la empresa entra en trompo y tiene que reducir costos o morir. La ley faculta que, entre otras opciones, se despidan trabajadores. Pero el Ministerio de Trabajo nunca lo autoriza y las empresas, al borde de la quiebra, se ven obligadas a mantener empleos que no pueden pagar. Las empresas encontraron una salida en la tercerización. Si llegaban las vacas flacas, terminaban los servicios de las contratistas y les pasaban el problema. Pero quisieron ganar más y forzaron a las contratistas a ahorrar costos, lo que provocó menores remuneraciones para sus trabajadores. Con el tiempo, los trabajadores de las empresas principales ganaban más y mejor que los de las contratistas. El Ministerio de Trabajo interpretó que eso era una burla a los derechos laborales y restringió la tercerización, yéndose al extremo de violar normas constitucionales. El mismo Congreso quiso arreglar el entuerto, pero no supieron cómo, ni reunieron los votos que hacían falta. Ahora hay una avalancha de procesos judiciales y administrativos para ver qué pasa.

Las batallas legales resuelven temporalmente el conflicto. Una solución a largo plazo debería darla el Consejo Nacional de Trabajo, que integra a empresarios y trabajadores. Es el mecanismo para conciliar intereses. Pero lo desacreditamos saltándolo cada vez que se pudo, para que los lobbies de las dos partes regateen intereses a través del Congreso o del Ministerio de Trabajo. Somos como los prisioneros del dilema, no estamos viendo la mejor opción. Mientras tanto, el empleo formal cae. La informalidad laboral es ya uno de nuestros mayores problemas.

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