(Foto: Ladrón de bicicletas)
(Foto: Ladrón de bicicletas)

Ese día Bruno recibiría dos cachetadas. A su padre Antonio le habían robado la bicicleta. Era todo el patrimonio familiar y sin ella perdía su trabajo. Sin empleo, a duras penas sobrevivirían a las miserias que había dejado la guerra en la Roma de 1948. Ladrón de bicicletas cuenta la odisea de Antonio por recuperar la suya. Es una acumulación de fracasos y de desesperanza. En medio de ella, Bruno recrimina a su padre por haber dejado escapar al ladrón. En reacción, Antonio le da una cachetada. Esa fue la primera. Para mitigar la culpa, Antonio le ofrece una empanada. Buscando la panadería entran, por error, a un restaurante. Bruno tiene un destello de alegría y Antonio le da gusto y se gasta todo el dinero que le queda en comida y vino. Luego de este paréntesis de alivio, Antonio regresa a la desesperación y roba él mismo una bicicleta. Es capturado. Lo maltratan y lo quieren llevar a la comisaría. Bruno se acerca llorando en silencio, intentando proteger a su padre. El propietario, conmovido, decide no hacer ninguna denuncia. Como epílogo, Bruno le da la mano a Antonio. Padre e hijo caminan juntos y se pierden entre la gente. Antonio sonríe muy levemente.

La película es una crítica al desamparo. Antonio busca el apoyo del Estado (policía y jueces), de la política (sindicatos de obreros) y de la iglesia (curas y feligreses). Nada es eficaz. Pero me impacta más la transformación de Bruno. El primer Bruno es inocente, aprendiendo del drama del padre, hasta parece engreído cuando le recrimina, pero sabemos que es pura impotencia. La misma impotencia de Antonio cuando decide gastarse en el restaurante el poco dinero que le queda. Esas reacciones los hunden más en la desgracia. En cambio, el Bruno del llanto en silencio es tan potente que salva al padre. Su gesto final, al buscar la mano del padre, no es para su seguridad, porque Antonio no se la pueda dar porque está quebrado. En cambio, Bruno le ofrece la mano como cómplice y amigo. Esa escena final supera la amargura de toda la película y le da un poco de dulzura, suficiente, porque el amor lo redime todo. La sonrisa imperceptible de Antonio es el retorno de la esperanza.

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Es bueno recordar que cuando tocamos piso y nos invade la desesperanza, no hay constituciones, ni revoluciones, ni milagros que valgan. Cuentan los veteranos de las guerras de trincheras que cuando llueven bombas y el enemigo ataca, no se lucha por la patria, ni por las banderas, ni por los ideales. Se lucha por la familia que le aguarda a uno en casa, y por el tipo de al lado porque sabe que morirán o se salvarán juntos. En medio de esta crisis en política y en economía debemos retornar a ese círculo íntimo para encontrar la inteligencia emocional que falta. Es necesaria para imaginar la salida del presidente, evitar la toma de carreteras, resolver el paro de transportistas y lo que venga. El corazón tiene razones que la mente ignora, lo dijo Blas Pascal.

Enzo Staiola tenía nueve años cuando hizo de Bruno. En la escena final no le salía el llanto. Dicen que el director, Vittorio de Sica, le dio una cachetada. Esa fue la segunda. Bruno lloró y conmovió. La película ganó un Oscar en 1950.

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