(Foto: Jorge Cerdan/@photo.gec)
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Nadie pierde a propósito así porque sí. El apostador, por ejemplo, pierde dinero pero busca la adrenalina del juego. Esa es su debilidad. En otros casos, con la malicia de una estrategia fina, se pierde la batalla para ganar la guerra. Recuerdo la fase de grupos del mundial de fútbol de 1974 en la que, divididas por la Guerra Fría de entonces, Alemania del Oeste (capitalista) perdió frente a la Alemania del Este (comunista). Al ganar, la Alemania del Este debió jugar contra Brasil y Argentina, que la eliminaron. En cambio, a la otra Alemania le tocó jugar contra países europeos que ya había vencido. Perder un partido le hizo menos difícil campeonar.

Así llegamos al programa económico de Pedro Castillo. Propone que la pobreza sea eliminada con más gasto público y no con más producción. Por eso no le preocupa que la inversión privada se espante por riesgos de expropiaciones o confiscaciones de dólares, ni por modificar los contratos de concesiones de recursos naturales, ni por la intervención de empresas públicas para controlar precios. A la larga, menos producción y más gasto público generan mayor déficit fiscal, que, agotadas las posibilidades de cubrirlo con deuda internacional o con mayores impuestos, debe ser financiado por las reservas del BCR y los fondos de jubilación de las AFP y de la ONP.

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En ese camino será inevitable la inflación (porque habrá más dinero para menos cosas por falta de producción) y la devaluación (porque faltarán dólares ya que se exportará menos). Al final, la pobreza aumenta. Nada que demostrar, ya pasó aquí en Perú. Esto lo sabe el núcleo duro de Pedro Castillo. Si quieren perder la economía, es que no les interesa ni la economía ni los pobres. Quieren algo más. Quieren todo el poder. Creemos que la batalla es por la economía cuando la verdadera guerra es por la política. Nada que demostrar tampoco, ya pasó en otros países: Cuba, Venezuela y contando.

Por ese núcleo duro solo ha votado un puñado de gente. Todo el resto del Perú se ha dividido en mitades empatadas, pero con el mismo mandato y con la misma esperanza: dejar de ser pobres. Respetar ese voto obliga a todos, gane o pierda, a entendernos en la economía. Es posible porque allí mandan las matemáticas. El gasto público en dosis adecuadas es un remedio eficaz; menos que eso es inútil y más que eso es veneno. Obliga sobre todo a entendernos políticamente, porque la democracia no es el botín para el ganador y perderla nos hace siempre más pobres.

Para ganar democracia habrá que saber perder vanidades y ambiciones.

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