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[OPINIÓN] César Luna: “La otra pandemia”

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En este mundial nos enteramos que Holanda ahora se llama Países Bajos, que es la traducción de Nederland, su verdadero nombre. En realidad, Holanda solo es la parte más dinámica de ese país. Países Bajos lo explica mejor, porque la mayor parte del territorio está por debajo del nivel del mar y se necesitan millones de diques para evitar inundaciones. Es un país chico, del tamaño de Piura y Tumbes, o por ahí. Se le recuerda por sus molinos de viento; los tulipanes; las pinturas de Rembrandt, de Vermeer o de Van Gogh; los zuecos, sus zapatos artesanales de madera (con “z” y no con “s”, porque, entonces, serían suecos de Suecia); el barrio medieval de Ámsterdam (De Wallen), muy bonito para qué, que se visita por sus monumentos y, los afanosos, por la prostitución que se ofrece en vitrina; la casa de Ana Frank; los conciertos de Andre Rieu; y Máxima, la reina consorte, que es una muchacha argentina. Su héroe es Guillermo, príncipe de Orange, que liberó al país de la ocupación española por el siglo XVI. Cosa curiosa, el Principado de Orange ya no existe, es parte de Francia, pero la casa real de los Países Bajos conservó el título. Orange en francés, oranje en neerlandés, naranja en español, de ahí que ese sea el color oficial, de sus reyes y de su selección nacional.
Cuando era Holanda aportó a las ciencias su “enfermedad holandesa”, que no afecta la salud sino la economía. El asunto empezó en los sesenta del siglo pasado, cuando se descubrieron yacimientos de gas en el Mar del Norte. La Holanda de entonces tuvo un boom exportador y, de la mano, un incremento acelerado de dólares. Por pura matemática, a más dólares se hizo más barato; y su moneda local (el florín, todavía no había euros), que seguía en la misma cantidad, se hizo más cara. Con un florín caro, la producción local se hizo también más cara y cada vez fue más difícil vender y exportar. Entonces, tener un éxito económico, como el boom exportador, no es necesariamente bueno, porque, como en este caso, puede destruir la economía local. Existen remedios varios, pero los principales son incrementar las importaciones, como quien devuelve los dólares al exterior para restablecer el equilibrio, y políticas monetarias que reduzcan la volatilidad en el tipo de cambio. Pero no siempre se puede. Las dos cosas se hicieron en el Perú con el último boom de los minerales y crecimos y redujimos pobreza.
Ocurre que ahora mismo estamos teniendo otro boom. La economía criminal ha crecido una barbaridad. Antes era solo el VRAEM con la producción de pasta básica de coca para producir cocaína. Pero se han incorporado Cajamarca con la producción de látex de amapolas para producir opio y Madre de Dios por la extracción ilegal de oro y la tala informal de bosques. Todo eso se exporta y llegan millones de dólares que se lavan. Hay tanto dinero que genera inflación mayor al promedio en las zonas de producción y, como es dinero fácil y a borbotones, atrae a los agentes económicos que, poco a poco, abandonan lo que venían haciendo para dedicarse a estas actividades ilícitas. El riesgo muy probable es que eso se extienda. Estamos contagiados de la enfermedad holandesa, a la peruana, agravada por tratarse de actividades criminales que, de paso, generan en las áreas de producción, esclavitud sexual y trabajo forzado, incluidos menores de edad. Por eso, esta vez, los remedios eficaces no pueden ser solo las clásicas políticas monetarias. A eso agréguele la crisis política para tener el cuadro completo. De nada vale recuperar economía sin democracia, ni viceversa. El reto para curarnos es enorme. Pero, como suele suceder, solo depende de nosotros.
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