Foto/Difusión.
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Cuando a una empresa le va mal, lo primero que debe hacer es reducir gastos, eliminar áreas improductivas, retiro de personal (incluidos los gerentes), o cualquier otra figura que corrija el rumbo. En las familias ocurre lo mismo. En tiempos duros, un buen padre de familia debe tomar medidas destinadas a cautelar el patrimonio familiar (si lo hay), evitar endeudarse y suprimir gastos no esenciales.

No adoptar medidas urgentes lleva a que las empresas quiebren y, en el caso de las familias, que estas caigan o no puedan escapar de la pobreza.

Esto que es obvio, no lo es para el Estado. Cuando este fracasa (casi siempre), dilapida recursos o entorpece el crecimiento económico de un país, en vez de recomponer, eliminar y contraer gasto, la respuesta que encuentra ante su propia incompetencia es extraer más recursos de los contribuyentes y crear más burocracia (cómo si tener más incompetentes va a hacer que emerjan soluciones inteligentes). El recurso más esquivo al Estado es la inteligencia.

El índice de pobreza aumenta, la inversión privada retrocede, la crisis política se expande y la erosión económica es evidente. Las causas son conocidas: incapacidad política, corrupción, burocracia, leyes rígidas y altos costos transaccionales (costos laborales y tributarios).

Sin embargo, no vemos a un solo presidente, ministro, congresista, gobernador o alcalde, adoptar medidas para reducir gastos o recomponer sus organizaciones. P. ej.: si un programa falla, en vez de analizar si conviene mantenerlo, se le inyecta más recursos; es decir, al fuego le echamos más gasolina esperando que lo apague.

Corresponde que midamos a las entidades por sus resultados e identifiquemos a las que dilapidan recursos o no ayudan al desarrollo y las reformemos o cerremos. Empecemos con los gobiernos regionales y municipales, los ministerios de Cultura, de la Mujer, del Trabajo, Petroperú y Sedapal.

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