Tú, yo y mis muertos

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Beto Ortiz,Pandemonio

Rosa, Piedad, sus duelos, los míos y la Bienal de Novela Vargas Llosa.

Como quiera que aborrezco el ambientillo culturoso, me resistí hasta el final a acudir a escuchar alguno de esos pomposos conversatorios. Asistir a ferias, presentaciones de libros y demás eventos literarios siempre me ha producido el mismo malestar gastroenterológico. Ese dolorcito de barriga medio nauseoso del primer día de colegio. Y, esta vez, me aterraba sobremanera la perspectiva de tropezar gloriosamente con todas aquellas vacas sagradas compartiendo estampida con una que otra ternera novicia. De sólo imaginármelo me dije: no, ni cagando. Pero cuando vi que Rosa Montero, Piedad Bonnett, Leila Guerriero y Alberto Salcedo Ramos se presentarían –juntos además– para hablar de crónicas y narrativa autobiográfica me dejé de cuatro cojudeces y salí corriendo rumbo al Museo de Arte Contemporáneo, el único museo-sauna del mundo. Por alguna extraña razón, llevo buen rato leyendo libros en los que sus autores cuentan la historia de hijos muertos, padres muertos o esposos muertos. Siempre he preferido, de lejos, las narraciones testimoniales que las inventadas pero no es que haya estado buscado especialmente estas memorias tristes, diría más bien que son ellas las que me han encontrado a mí: Di su nombre de Francisco Goldman, La hora violeta de Sergio Del Molino, Cuando muere el hijo de Abel Posse, The year of magical thinking de Joan Didion, Huérfano de mujer del peruano Carlos Eduardo Zavaleta, entre otros. Lo bueno de haberme partido una vértebra fue que tuve meses enteros para leer, por lo menos, algunos de los muchos libros que sigo acumulando y que habrán de seguir vírgenes por tiempo indefinido.

"En esos meses en los que todo se precipitó hacia allá…" –empieza a decir la escritora colombiana Piedad Bonnett para referirse a los meses previos al pavoroso suicidio de su hijo Daniel, el talentoso muchacho de 28 años que pintó al bello rottweiller embozalado que ilustra esta página. Daniel. Han pasado tres años de aquel espanto y también podrían haber pasado treinta: la voz se le quiebra a Piedad cada vez que lo nombra. Cuando se lee su libro Lo que no tiene nombre no se comprende cómo puede alguien ser capaz de convertir ese dolor gigante en una narración tan humildemente humana, sencilla, serena. Rosa Montero recita entonces a Pessoa: el poeta es un fingidor que finge constantemente, que hasta finge que es dolor, el dolor que en verdad siente. "Yo decidí que fuera breve, escrito con contención, adjetivando poco," –prosigue Bonnett– "no podía ser autolastimero ni sentimental. Quería que tuviera una especie de pobreza lírica. Cuando la gente se refiere a él como "mi novela" yo me siento bien. Al final, todo está contaminado de ficción. Mi libro no podía ser catarsis sino literatura. No escribí mi libro para curarme, ni para venderlo. Lo escribí porque necesitaba que lo leyeras. "Para Beto, unidos por esta historia" –me puso en la dedicatoria. Unidos. ¿De qué muda manera estaremos unidos, por un libro, un hijo sin madre y una madre sin hijo? Confieso que llegué a ese encuentro en calidad de fan, con su novela bajo el brazo. Pero cuando estuve frente a ella sentí que estaba llegando a presentar mis condolencias, le tomé la mano y le hice preguntas absurdas –¿conserva en casa los óleos de los perros con bozal?– me puse nervioso, sentí que el chico que se había lanzado de un edificio en el Upper East Side era, en realidad, mi amigo del barrio o mi primo. Soy una persona íntima –cita ahora a Silvina Ocampo– no me gusta estar hablando de mis cosas. Mi única perspectiva era la de mamá de Daniel. Pero narré su historia como un narrador neutro. Lo que más me preocupaba era la selección ética de los hechos: ¿estaré usando algo demasiado íntimo? ¿Por qué hacerlo? Porque Daniel ya no está y a los muertos ya no les pertenece su historia. Pero, ¿cuánta verdad debemos contar?

Nos defendemos del dolor con la belleza. Aplastamos carbones encendidos con las manos desnudas y a veces conseguimos que parezcan diamantes. Así escribe la española Rosa Montero en La ridícula idea de no volver a verte. La suya es otra luminosa manera de relatar aquello de lo que no se habla. Le pidieron que escribiera el prólogo al breve diario en que la científica Marie Curie inventarió los hórridos días que siguieron a la trágica muerte de su marido Pierre. Y Rosa, que acababa de perder a Pablo, el hombre junto al que había vivido 21 años, quedó tan estremecida que, en lugar de escribir la introducción a un libro ajeno escribió el propio. ¿Cuál es la distancia mínima que debe separarme de lo narrado? ¿Cómo manejar la sustancia siempre radiactiva de lo real? Un escritor también es un científico, un entomólogo de sí mismo, un tipo que observa con lupa la propia vida como quien observa a un coleóptero. Pero como llorando se escribe mala literatura, las penas que Rosa escribe se leen cantando. Elegido el mejor libro de memorias del 2013, "La ridícula…" es una delicia sublime, una mezcla de todos los géneros, de todos los tonos, inclasificable. "Si la chusma sigue ocupándose de usted, pare de leer esas tonterías. Déjeselas a las víboras para las que han sido fabricadas." –le dice el sabio Albert Einstein a la pobre Madame Curie que ya está harta de la chismografía generada por el romance con que interrumpió su duelo. Me gusta Rosa Montero porque tiene el don de meter el universo entero en una página, porque dice que ella no escribe ficción pero sí puras mentiras. O mentiras puras. Porque escribe con palabras que jamás en mi vida he oído: rácana, almófar, engarabitado. Porque cree que, para poder escribirlos, los libros deben estallar dentro de ti y enseñorearse en tu cabeza. Porque, como no ha tenido hijos, lo más importante que le ha sucedido en la vida son sus muertos. Porque dice que el escritor amateur habla siempre de sí mismo aunque hable de los demás y el escritor maduro habla siempre de los demás aunque hable de sí mismo. O viceversa. Escucharlas me ha convencido de que no hay nada más cierto que esta frase que no solo es mi frase favorita dentro de este libro, sino dentro de los demás libros escritos por ella y de los no escritos por ella también. Una frase que, de ahora en adelante, me servirá como coartada para escribir en primera persona toda la vida: Escribo sobre mí porque muy dentro de mí, estamos todos.

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