El 26 de mayo, los ciudadanos pertenecientes a la Unión Europea (también los británicos, aunque les pese) están convocados para votar en sufragio libre y secreto y escoger a los 751 congresistas que integran el Parlamento Europeo.
Este, junto con la Comisión Europea y el Consejo de Estado, forma parte de la trilogía institucional que resume la fuerza y presencia de ese acuerdo de socios que lleva más de 60 años, y que nació en defensa de la paz y la unidad, y con el afán de superar infructuosos nacionalismos.
Creo sinceramente en la “marca” europea. La trascendencia de la misma puede quedar un tanto oculta al ciudadano que no ha estudiado la génesis, el desarrollo y las actuales implicaciones de lo que representa la Unión Europea. Pero esta “marca” se ha convertido en un valor añadido esencial en el proceso de la defensa de los derechos de los europeos.
El Parlamento Europeo, uno de los más grandes del mundo, tiene la naturaleza representativa y legislativa propia de esta clase de instituciones, aunque asume el complejo mandato de una ciudadanía integrada por más de 20 nacionalidades y muchos idiomas y normativas.
Insisto. A veces los propios europeos desconocen la importancia de la institución, pero esta incide y afecta derechos esenciales, como el derecho a la igualdad y equidad entre hombres y mujeres, o la igualdad y competitividad entre las empresas, atacando las normas proteccionistas nacionales. Y si hay una apuesta clara y decidida parlamentaria europea es la que vela por la protección del medio ambiente. Quizás por causa de ella los europeos se vean obligados a cambiar ciertos hábitos. Benditos sean estos cambios en defensa de nuestro entorno, que es el de la humanidad.