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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Periodista

Tuve la oportunidad de vivir en la selva norte, entre comunidades aguarunas, y aprendí mil cosas que ya son indesligables de mi esencia, quizá la más importante, que los valores no son transversales a todas las culturas. No existían las redes sociales ni los celulares, ni siquiera teníamos un teléfono público, ni carreteras, ni hospitales. Así las cosas, la presencia de la Iglesia Católica era muy importante. Yo misma trabajaba para un proyecto de desarrollo agropecuario impulsado por sacerdotes jesuitas, muy inteligentes. Sabían aprovechar su poder para generar trabajo y compensar un poco las deficiencias educativas, pero nunca para contrabandear creencias ni ideologías.

A ese pueblito llamado Juan Velasco Alvarado, en la frontera con Ecuador, llegaban misioneros de todas partes del mundo y conversábamos largas horas. Recuerdo la visita de una monja católica de la India que me contó una historia que partió en mil pedazos todas mis certezas, para siempre. La monja venía de trabajar con una etnia de contacto inicial en la Amazonía brasileña, con personas que todavía se movían de un lado a otro dentro de la selva, sin constituirse en comunidades siquiera, nómadas aún.

Yo ya había visto, entre los aguarunas, cierta discriminación hacia los gemelos, tener gemelos no era bueno pero no me animaba a preguntar por qué. La monja me contó que una mujer primeriza dio a luz y que, por su sistema de vida, le tocaba parir y seguir caminando dentro de la selva, con su pareja, ella cargando al bebe y él adelante, en permanente guardia, defendiéndolos de animales salvajes y cazándolos para comer. Pero la joven mujer tuvo gemelos en un mundo donde no existían las ecografías. De modo que la pareja decidió quedarse con uno y al más débil, al más chiquito, al que no iba a resistir, dejarlo morir entre las hojas… La monja, estremecida, trató de recoger al niño. Pero la madre se le acercó y le dijo que no lo tocara: "Si quieres ser madre, ten a tu propio hijo, este es mío y ahí se queda". La monja no quiso contarme más, solo me dijo: "Recé y lloré muchísimo, pero tuve que respetar. Dos recién nacidos eran una tarea imposible para una madre que tenía que llevarlos en brazos, darles de lactar y cuidarlos de serpientes y de sus propias creencias…". Había dolor en sus ojos pero también había paz. Nadie más creyente que ella y sin embargo no intervino. Yo solo imaginé a esa pareja caminando con el niño que eligieron, dolidos como nadie pero seguros de que su decisión era la correcta. Este espacio que se me asigna es una columna de opinión, pero esta vez no tengo nada que opinar.