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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Madrugada. Caminaba por la calle San Martín, en Barranco, de regreso a Miraflores. Unas cuadras antes de llegar a Sáenz Peña, un auto se detiene a mi lado y un tipo me dice "Sube, gringuito". Mi primer impulso fue correr, pero el tipo tenía lo que parecía un revólver asomado por la ventana. Nadie le gana a una bala. Lo segundo fue mirar a mi alrededor: de repente sí había un gringuito por ahí y la cosa no era conmigo. El tipo se bajó del auto, siempre apuntándome con lo que de todas formas era una pistola –o una réplica lo suficientemente convincente como para no apostarle en contra–, y se me acercó: "Cáete pe", me dijo, sin agitarse ni gritar. Dentro del auto había otros tres tipos que nos miraban. El que manejaba fumaba sin nerviosismo.

"Bro, solo tengo mi celular. Me c*gas, pero aquí está". Lo miró, se lo metió al bolsillo y me despidió: "Ya, camina. ¡Camina!". Como no dijo hacia dónde, lo hice en contra del sentido del tránsito pues, aunque pasaban muy pocos autos a esa hora, era muy improbable que me persiguieran y menos a dos cuadras de la comisaría.

Asumo que sus compinches le increparon el que no me haya quitado la billetera porque lo escuché decir "¡Ya se fue pe!, ¡Ya se fue!". Me volví a mirarlos antes de cruzar hacia Grau, donde la policía, por decenas, suele detener borrachos desavisados. Pasé de largo porque preferí irme a dormir que pasar dos o tres horas en la comisaría haciendo una denuncia inútil y sin sentido. Me quedé con eso: ¿nos hemos vuelto tan cínicos que ya perdimos la ciudad? Todo pasó con la naturalidad con la que uno compra galletas en la bodega: sin gritos, sin escándalos; sin insultos; perfectamente asumido. Y eso es lo que debería tenernos verdaderamente aterrorizados: la normalización del delito.