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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

El sentido común de un sector amplio de la ciudadanía dice que el Estado está repleto de corrupción. Por eso es mejor encargarles a los privados todo lo que sea posible para que el dinero del Estado no se malgaste. El dinero privado es mejor administrado porque hay menos incentivos para la corrupción. Esta idea falla porque ignora que uno solo no puede ser corrupto aunque quiera; hace falta una contraparte.

Pero la corrupción también florece entre los privados. En algunas empresas cobran diezmos para contratar con un determinado proveedor. Igualito que en el sector público. ¿Quieres que te contrate como productor de mi evento? Bueno, págame el 10% del contrato. Esto se está convirtiendo en práctica común en seguros, entretenimiento, salud y en algunas otras industrias grandes y medianas. Le pago al funcionario de la compañía X para que me escoja como proveedor. Luego le cobro a la compañía de eventos Z para cubrir ese hueco (porque ese 10% está en negro pero tiene que salir de algún lado) y así avanza la cadena.

Algún cínico dirá que eso no importa pues es dinero de privados y no hay responsabilidad ante los ciudadanos ni costo de oportunidad para el Estado. Eso es ridículo porque el robo es robo dentro o fuera del Estado y afecta a toda la sociedad. La corrupción y la informalidad son ubicuas.

La misma función pública se ha convertido en un negocio o posición de privilegio y ya no es un servicio que se brinda al Estado por prestigio, por sentido de responsabilidad, individual y social, o de construcción cívica: el servicio público como renta. El espacio privado, con sus excepciones, tampoco lo es. Esta es la foto que nos dejaron Odebrecht y sus émulos: todos podemos ser socios y corruptos, dentro o fuera del Estado.