La legislación laboral en Perú, aunque diseñada para proteger al proletariado, en realidad actúa como una superestructura que perpetúa la explotación y la precariedad. Esta estructura genera barreras insostenibles para empleados y empleadores, promoviendo la informalidad y socavando la estabilidad económica.
Los empleadores enfrentan costos laborales exorbitantes. Por encima del ingreso mensual, debe pagarle a los trabajadores dos sueldos adicionales de gratificaciones, uno por Compensación por Tiempo de Servicios (CTS), y un 9% adicional para Essalud. Las ganancias de los trabajadores se reducen drásticamente por deducciones significativas: un 13% se destina a la AFP y hasta un 30% al impuesto a la renta. Después de las deducciones, los trabajadores retienen solo cerca del 65% de su costo laboral total sin impuesto a la renta, y un 43% con el máximo impuesto.
Este desfase entre el costo para el empleador y el salario neto del trabajador evidencia una extracción de plusvalía donde el Estado captura una gran parte a través de impuestos y contribuciones, dejando menos para el trabajador. Las empresas que pueden soportar estos costos, que no compiten con la informalidad, trasladan los precios elevados a los consumidores, perjudicando su poder adquisitivo.
En sectores con fuerte competencia informal, las empresas formales a menudo se retiran, cediendo el mercado a operadores informales que evitan cargas fiscales y sociales, empleando a trabajadores sin beneficios ni protecciones. La informalidad laboral alcanza el 76% en Perú, con tasas aún más altas en regiones como Huancavelica (89%), Cajamarca (91%) y Puno (90%), perpetuando un ciclo de pobreza y exclusión de beneficios sociales esenciales.
Este escenario refleja cómo la legislación, aunque bienintencionada, puede terminar reforzando un sistema que no solo desfavorece al trabajador, sino que compromete el progreso económico y social general del país.