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Juan José Garrido: Tres en raya
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No sé en qué momento perdimos la brújula, pero hasta donde recuerdo, la idea del contrato social era que los ciudadanos pagábamos impuestos para que el Estado provea servicios y obras públicas básicas, mejorando así las oportunidades para que cada individuo alcance sus objetivos de vida. ¿Quiere ser médico, ingeniero, educador, artista o policía? Pues los impuestos financian la infraestructura, servicios de educación y salud, y ese larguísimo etcétera para que aquella persona logre sus objetivos. Los contribuyentes no tenemos alternativa (no al menos legal); el Estado sí y, de hecho, incumple su contrato a cada rato.
El Estado no da pie con bola. No es este gobierno ni el anterior; es histórico, endémico. Como bien dicen, pagamos impuestos europeos y recibimos servicios subsaharianos. Y no bromeo: 30% de Impuesto a la Renta nos pone al tope de la región y si sumamos otros impuestos indirectos (IGV, por ejemplo), terminamos igual que algunos estados norteamericanos y algunos países europeos. No hablo de la presión tributaria, porque el 75% del país es informal, mientras la informalidad norteamericana o europea es bajísima.
A lo que iba. Pagamos impuestos para que los peruanos, en general, gocen de servicios (educativos, salud, infraestructura, seguridad) y obras públicas, pero a cambio recibimos malos (si no pésimos) servicios y obras. Tomemos el caso de la calidad del sistema educativo primario, el más básico de todos. La realidad: puesto 131 sobre 138 países en el índice del Foro Económico Mundial. Tenemos, lean bien, el peor sistema educativo del mundo al compararlo por ingresos per cápita. ¿Quiénes están peor que nosotros en el índice? Malaui, Nicaragua, Egipto, Mozambique, Paraguay, Yemen y Mauritania. Ninguno tiene un PBI por persona superior al peruano. De hecho, el promedio es la tercera parte de los ingresos peruanos (US$6,021 vs. US$1,180 por persona al año). Nicaragua, a solo dos puestos: US$1,949; la tercera parte de los ingresos peruanos.
¿Cuál es el problema central? Que el populismo, la demagogia, la falta de ganas (por no decir otra cosa) y la procrastinación típica de nuestros gobiernos han creado un sistema con el que quieren quedar bien con todos: alumnos, padres, maestros, contribuyentes, todos. Y a veces, lamentablemente, hay que elegir qué priorizamos (o, si prefiere, con quién tenemos que quedar bien). Volvamos al sistema educativo: ¿qué deberíamos priorizar con los impuestos: la calidad educativa o asegurarles el trabajo a los maestros? No pueden ser los dos, ya que cada uno vuelve incompatible al otro por conflictos en el sistema de incentivos: si priorizamos la calidad educativa, pues tenemos que ser muy estrictos con la calidad del servicio que proveen los maestros. Si no van a trabajar, llamada de atención y luego despido; si no se preparan para sus clases, igual, y así. Si priorizamos que los maestros tengan el trabajo asegurado, pues apuesten a que la calidad no será la prioridad en sus cabezas. Y, ya sabemos, eso es lo que tenemos.
Veámoslo desde otro ángulo. El Estado debería proveer de facilidades para que los ciudadanos alcancen sus objetivos de vida. Parece muy claro y simple, ¿verdad? Sin embargo, imaginemos que la gestión del Estado peruano recae en manos enemigas; léase, que quienes dirigen al Estado peruano buscarán que nos vaya –y sobre todo a los más pobres– mal en la vida, que salir adelante sea lo más complicado posible. ¿Cuál sería la receta perfecta? En simple: el enemigo nos brindaría un pésimo sistema de salud y de educación, y luego impondría barreras de entrada al mercado laboral. Así, los peruanos malnutridos, enfermos y mal educados tendrían muy pocas posibilidades de conseguir un buen trabajo, en el que sus destrezas repercutan en mayor productividad, y esta en buenos salarios. ¿Qué tenemos hoy? 3 de 3. Tres en raya. Ni uno ni lo otro.
Algo está (muy) mal, y pareciera que este problema de fondo no le preocupa a nadie. Como es lógico, el gobierno se guía por el corto plazo: no resolver el problema de la huelga socava su legitimidad popular; los maestros quieren mejores condiciones (mayores salarios y, si se puede, estabilidad laboral indefinida); los padres y alumnos quieren que se reanuden sus clases, sin importar lo que ello signifique en el sistema de incentivos, y así.
El problema es complejo, lo sé. Pero tampoco es un problema que apareció ayer, ni es un problema que se resuelve solo con más recursos. Resolver este problema requiere, ante todo, de una clase política dispuesta a asumir el reto: explicar la situación, buscar un nuevo acuerdo, estar a la altura del encargo.
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