Kafka toma un café con Hitler

Hoy, noventa años después de su muerte, Kafka sigue siendo el escritor que mejor ha reflejado el espíritu contradictorio de un siglo contaminado por el horror.
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Guillermo Niño de Guzmán,De Artes y LetrasEscritor

El 3 de junio de 1924 falleció Franz Kafka, un mes antes de cumplir 41 años. Tenía los pulmones destrozados y una devoción profunda por el arte de escribir. Implacable consigo mismo, en su lecho de muerte pidió que sus papeles fueran quemados. No obstante, su amigo Max Brod desobedeció sus instrucciones y entregó los manuscritos a la imprenta, lo que permitió que descubriéramos uno de los mundos más originales, perturbadores e insólitos jamás concebidos por un escritor. Desde luego, Kafka ignoraba que su obra iba a revolucionar la historia de la literatura. Y tampoco podía sospechar que, con el tiempo, su apellido se transformaría en un sinónimo inequívoco de lo absurdo e irracional ("kafkiano"), que se usa en todo el planeta e incluso por gente que no ha leído una sola línea suya.

Si quisiéramos definir el siglo XX a partir del legado de un escritor, habría que quedarnos con Kafka. Por supuesto, frente a él se alza la figura de Joyce, pero se trata de dos propuestas muy distintas. Mientras que el autor irlandés clausura una tradición, el narrador checo inaugura otra. Uno agota el realismo y se interna en los vericuetos del inconsciente; el otro abre las puertas de lo fantástico y entabla una lucha feroz con sus demonios (y, de paso, nos descubre que también son los nuestros). El primero regresa al pasado, a los viejos mitos que marcan el destino de los hombres; el segundo, por el contrario, apunta hacia el futuro y confronta la soledad y la alienación del individuo contemporáneo. Como bien ha observado Piglia, Joyce se asemeja al malabarista de circo que, con los pies en tierra, hace maravillas con el lenguaje. Kafka, por su parte, no juega: es el equilibrista que se enfrenta al vacío, pues camina por una cuerda sin una red que pueda detener su caída.

Circula el rumor de que, hacia 1910, Kafka conoció a un joven pintor que procedía de Viena, pobre y medio desquiciado, que abrigaba ideas delirantes sobre el poder y la superioridad de un pueblo. Ambos habrían conversado en el café Arcos, un lugar frecuentado por artistas y bohemios. Y Kafka, desconcertado por la prédica de aquel sujeto tan extraño, habría anotado sus impresiones en su diario íntimo. Según la leyenda, ese tipo deleznable no era otro que Adolf Hitler, quien a la sazón se había refugiado en Praga huyendo del servicio militar.

La anécdota es apócrifa y se debe al ingenio de Ricardo Piglia, quien construyó su novela Respiración artificial (1980) a partir de la misma. Sin embargo, la conjetura no es desatinada en absoluto. Después de todo, Kafka fue un visionario que, a su manera, anticipó los abusos de un poder siniestro que se empeñó en socavar los cimientos de la civilización occidental y desató una barbarie sin precedentes. En sus personajes, hombres perseguidos y condenados sin razón, en su alucinada colonia penitenciaria, se advierten las raíces del mal que desencadenaría la guerra y el Holocausto.

Si bien la amenaza nazi no acabó con la vida de Kafka, sus tres hermanas fueron deportadas a campos de concentración y exterminadas. Igual suerte corrió su amada Milena Jesenská, quien, pese a no ser judía, pereció en Ravensbrück. Hoy, noventa años después de su muerte, Kafka sigue siendo el escritor que mejor ha reflejado el espíritu contradictorio de un siglo contaminado por el horror.

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