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Juan José Garrido: ¿Qué nos separa?
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¿Cuál es, hoy, el principal problema del Perú? Y por problema me refiero a uno estructural, uno que se presente en la raíz de los males. Nuestra precariedad institucional, sin duda, es un gigantesco problema para todos los peruanos y para nuestro desarrollo en el largo plazo. Problemas como los de la inseguridad o el enfriamiento económico se encuentran con nuestras precarias instituciones y se agravan; pero con instituciones sólidas, articuladas, estos y otros pueden resolverse con mayor facilidad.
Pero para solucionar nuestra precariedad institucional requerimos de un amplio consenso político. Esto lo han señalado distintos especialistas de clase mundial: James Robinson y Xavier Sala-i-Martin, entre muchos otros. Resolver el problema institucional requiere de partidos políticos trabajando activamente en reformas cruciales: sistema judicial, electoral y de partidos, rol del Estado, etcétera. Lo cual me lleva a la pregunta inicial: nuestro principal problema no es institucional, ya que hay uno anterior a este, y es el de la imposibilidad de lograr un acuerdo en medio de la intensa, profunda y crispada polarización política que vivimos.
Para quienes crean que es algo coyuntural, miren a su costado: llevamos años enfrascados en peleas que nunca acaban, siempre con los decibeles al máximo, ninguno dispuesto a dar su brazo a torcer. No es un tema de fujimoristas y antifujimoristas; antis hay y de todos los tipos, signos y tamaños. Antes era el antiaprismo; hoy los antis lo cubren todo. Hay para todos los gustos, intensidades y variedades.
En cualquier eje de debate encontraremos siempre enfrentamientos, pero nuestra polarización va más allá de eso: se utiliza cualquier cosa, con el mayor impacto y daño posible, sin miramientos, sin tregua. Y cuando nos une una catástrofe o un motivo de orgullo nacional, es por unas breves horas, hasta que alguien aprieta el gatillo y empezamos de nuevo. Al oponente ideológico o político no se le ve como un rival sino como un enemigo; por lo tanto, no hay que discrepar sino hay que eliminar. La polarización dejó de ser un problema coyuntural hace mucho. Ha pasado el tiempo y las cosas, lejos de moderarse, se encrespan cada día más. ¿Podemos hacer o buscar un acuerdo mínimo con estos niveles de polarización? Imposible. Y quien esté dispuesto a acercarse a su enemigo, pues pierde el tiempo: ni se lo reconocerán sus oponentes ni será acompañado por sus similares.
Esta polarización, además, se alimenta de los procesos electorales a dimensiones increíbles, con lo cual tenemos que –al menos el año previo y posterior al evento– el ruido está garantizado. Salimos de 2011 con un nivel impensado y la polarización se mantiene, con leves modificaciones, hasta el día de hoy. En 2018 tendremos elecciones regionales y municipales, así que vayamos preparándonos para otra etapa de pullas, insultos y acusaciones. Y ni bien salgamos de dicho proceso, pronto estaremos entrando en las elecciones de 2021, y así…
¿Qué nos separa? ¿Cuáles son esas diferencias irreductibles? En cualquiera de los bandos, en los múltiples ejes, se destilarán diferencias morales y éticas, humanitarias, políticas y económicas, y demás. Pero a estas alturas, no hay títere con cabeza. Para uno u otro lado, cada personaje (sea político, mediático u otro) tiene ya en su haber un cúmulo de sospechas, acusaciones y, en la mayoría de casos, hechos probados. Bandidos hay en todos lados, nadie puede señalar a otro con la cabeza levantada.
¿Qué se puede hacer? O mejor aún, ¿quién puede hacer algo? Desde la sociedad civil no hay forma de cambiar la lógica de esta crisis; la clase política tiene vida propia, se alimenta de esas batallas, ahí se construyen las candidaturas y se definen los líderes. Se requeriría, si ello existiera, de una persona con poder de convocatoria, que no levante sospechas de intereses, que esté dispuesta a comerse sapos y culebras por llegar a un objetivo: unificar a los peruanos.
¿Se imaginan eso? Visualicémoslo por un minuto: una clase política que, con sus diferencias, pueda comunicarse sin insultos y estridentes actuaciones, mirando la política como un ejercicio de convencer y ganar adeptos, más que de destruir a todo aquel que disienta de su opinión. Claro, nunca faltarán los extremistas y radicales, pero podrían ser los pocos y que, con el tiempo, pierdan más que ganen respaldo (como ocurre hoy).
Sin acuerdos, tengámoslo claro, no llegaremos a ningún lado. Seguiremos en este marasmo institucional, sin capacidad de reformar absolutamente nada. Peor aún, les dejamos una pésima lógica a las próximas generaciones. Algo tenemos que hacer, y pronto.
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