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Juan José Garrido: Obligados a cambiar
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En 1985, la población mundial era cercana a los 4.85 mil millones, con una expectativa de vida que bordeaba los 63 años; para el 2015, treinta años después, la población mundial se aproxima a los 7.3 mil millones, y la expectativa de vida se ha incrementado hasta los 72 años. En algunos países desarrollados ya sobrepasó los ochenta años: Japón, por ejemplo, tiene una expectativa de vida promedio de 82 años.
Para el 2045 –esto es, dentro de otros treinta años– la población habrá crecido hasta los 9 mil millones, según estimados del centro World Life Expectancy (www.worldlifeexpectancy.org); la expectativa de vida promedio bordearía los 85 años. Los países desarrollados pasarán los noventa años, con algunos como Japón bordeando los 95 años (¡y las japonesas los 100 años!).
El incremento poblacional está íntimamente ligado al capitalismo y las democracias surgidas a partir de la primera y la segunda revolución industrial. Los avances tecnológicos en distintas esferas de la vida humana (medicina, educación, comercio, transporte y comunicaciones, entre tantas otras) nos han permitido vivir mejor y por más tiempo. Y así seguirá siendo en el futuro.Este incremento poblacional y en la expectativa de vida supone –al menos– dos grandes retos para aquellos países que mantengan sus modelos laborales estancados en el siglo XIX. En los últimos 30 años, la expectativa de vida se ha incrementado casi 10 años y, sin embargo, en la mayoría de países no se ha movido un ápice la edad de jubilación. Esto implica que los jóvenes tienen una mayor carga impositiva que antes (lo cual empeora su situación, ya que este incremento los encuentra en búsqueda de familia y hogar).
Por otro lado, la rapidez con la cual avanza la innovación tecnológica destruye empleos y profesiones: empleos frente al incremento de la productividad de las máquinas y la robótica, y profesiones tradicionales que ya no son necesarias ante la capacidad de procesamiento computacional.
Solo estos dos problemas (incremento sustancial de la expectativa de vida y dinámica de los mercados laborales) debieran llamar a todos a revisar nuestros paradigmas laborales.
El caso peruano es, en este sentido, alarmante. Pareciera no importarles a muchos (sobre todo a sectores ideologizados y estancados en ideas obsoletas del siglo pasado), partiendo por nuestra clase política. En resumen, nuestro marco laboral entorpece la contratación y hace muy difícil (a veces imposible) el despido; presenta una enorme diferencia entre lo que paga el empleador y recibe el empleado; sostenemos un sistema de pensiones públicas quebrado y una edad de jubilación amarrada a una expectativa de vida largamente sobrepasada. A todo esto tendremos que sumar un sistema educativo de baja calidad, infraestructura paupérrima y trabajos de baja productividad.
De no mediar cambios sustanciales (dramáticos, es cierto) y pronto, nuestros jóvenes del futuro no contarán ni con competencias ni con puestos de trabajo. Por supuesto, ya saldrán quienes propongan las ideas de siempre: subir los impuestos, impedir el ingreso de nuevas tecnologías e incluso de productos, incrementar las protecciones laborales y así. Todas ellas ideas que ya se probaron en el pasado y que, como sabemos, solo sirvieron para que el país perdiera competitividad. Frente a la desregulación, las críticas siempre llevan los mismos adjetivos: precarizar el trabajo, incrementar las desi-gualdades, y así. El problema es que, salvo que regresemos hacia una economía absolutista y cerrada como la cubana, mientras estemos integrados a la economía global participamos en una competencia por inversiones y puestos de trabajo: los que están mejor preparados (infraestructura, educación, regulaciones, etcétera) consiguen los mejores proyectos, las mejores tecnologías y, con ellos, los mejores trabajos y la mejor calidad de vida para sus ciudadanos.
La opción, entonces, es de cada país; no obstante, tengamos presente que, mientras pasa el tiempo y la indefinición, otros países están encaminados o se encuentran en proceso. Treinta años no es mucho, y menos aún cuando las tecnologías disruptivas penetran día a día.
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