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Juan José Garrido: Que la historia no se repita
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Parte esencial del sistema de libre mercado es que los acuerdos a los que llegan compradores y vendedores se respeten; léase, que dichos acuerdos se lleven a cabo, que las partes se sientan satisfechas con dicho intercambio. Establecido el precio y las condiciones del bien o servicio en la compra y venta, a los cuales han arribado ambas partes en el estimado de sus preferencias y necesidades, es crucial que el acuerdo se concrete siguiendo los pormenores esperados: que el bien responda a la calidad ofrecida, que el servicio mantenga la pauta acordada, etcétera.
En principio, los mercados desarrollados funcionan porque los sistemas de justicia (que velan por que dichos acuerdos funcionen) actúan oportuna e imparcialmente. Si las transacciones se llevan a cabo y las partes se sienten satisfechas con las mismas, el sistema de precios es a su vez más estable, ya que los riesgos de actuar contra la otra parte (de no cumplir su lado del acuerdo) son menores. En pocas palabras, el sistema funciona mejor cuando no solo se celebran los acuerdos sino, además, cuando los mismos se llevan a cabo oportunamente, mejorando a su vez el sistema de precios y, por lo tanto, haciendo al sistema más eficiente.
Aun cuando las partes actúan de buena fe, puede ocurrir que una de ellas no se sienta adecuadamente atendida en el intercambio, y de ahí la necesidad de contar con sistemas de administración de justicia que establezcan, rápidamente, quién tiene la razón. No siempre, lamentablemente, las partes pueden acceder a una reparación adecuada cuando el bien o servicio es deficiente frente a lo acordado. En dicho caso, es el sistema el que entra en disputa, y cuanto mayor sea la frecuencia de las quejas, mayor el daño que se le inflige al sistema.
Hace varios años que se percibe una saturación en distintas industrias en el sector de servicios: telefonía celular, Internet, banca electrónica, entre otros. Unos días atrás se cayó la señal de Internet y cuando pregunté en mis redes al respecto, me encontré con un malestar generalizado contra los operadores. Hace unos días nos enteramos, igualmente, que un producto no era lo que decía ser. Y, claro, con estos niveles de rechazo e insatisfacción, no hay que ser el más despierto para imaginar adónde llevarán las quejas: a mayor regulación, mayores sanciones, el potencial ingreso del Estado a competir, entre otras ideas.
Como sabemos, gracias al aporte del economista (fallecido recientemente) William Baumol, no todos los sistemas capitalistas funcionan para beneficio de todas las partes, que es lo que sucede –sobre todo– en los países en vías de desarrollo. Los capitalismos de Estado, "oligárquicos" o "de grandes empresas", requieren el soporte de instituciones que velen por los ciudadanos. Solo en el capitalismo empresarial, aquel donde las instituciones protegen el acuerdo y promueven la innovación y el emprendimiento, los ciudadanos están protegidos en sus acuerdos.
En el Perú se habla mucho (y nos jactamos de ello) de la apertura y la libertad con la que funcionan los mercados. Y sí, las barreras de entrada y salida, así como la libertad que tienen productores y empresas de fijar sus precios, han sido uno de los pilares centrales del crecimiento y desarrollo económico de los últimos 27 años. Pero con el crecimiento económico y el incremento en los estándares de vida también aparecen ciudadanos mejor informados y con mayor capacidad de reconocer sus derechos y de exigir que los mismos se respeten. Otra vez, nuestra precariedad institucional no ha evolucionado en la medida de las necesidades ciudadanas. Instituciones como el Poder Judicial o Indecopi, por ejemplo, están muy lejos de satisfacer las necesidades de los consumidores. Y cuando estas entidades no resuelven los problemas, ¿adónde giran los ciudadanos cuando ejercen sus derechos electorales? A quienes les ofrecen el cielo en la tierra; léase, a quienes prometen que el Estado y el erario público podrán satisfacer sus necesidades mejor que el mercado y el sector privado.
Las grandes empresas les echarán la culpa, estoy seguro, a las regulaciones y la falta de apoyo por parte del Estado. Pero, al final, si sus productos y servicios no cumplen con lo esperado, son ellos los que tienen que hacer su trabajo. O las grandes empresas entienden este problema y se ponen a trabajar en mejorar sus servicios, o pronto una frustración generalizada hará por la fuerza política el arreglo. Las AFP son un buen ejemplo de esto: tanto se negaron a realizar los cambios que al final sacaron una ley y mataron el problema. Y ya sabemos cómo se repite la historia.
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