Farrah Fawcett
Farrah Fawcett

El niño Jimmy Barclays se enamoró de la actriz Farrah Fawcett viéndola por televisión en “Los ángeles de Charlie”. Rubicunda y hechicera, bella como un arcoíris, Fawcett no tenía que actuar para convencer a Barclays de que era un ángel. Fawcett tenía treinta años; Barclays acababa de cumplir doce.

No era fácil que Barclays se reuniese febrilmente con ella, una vez por semana, el día en que la televisión emitía un capítulo más de aquella serie en la que tres mujeres de belleza sobrecogedora trabajaban como detectives encubiertas. En efecto, los padres de Barclays le tenían prohibido ver televisión. Decían que la televisión era un artilugio nocivo, pernicioso, pues embrutecía y acanallaba a los espectadores y los rebajaba a la condición de zombis intoxicados de memeces, pamplinas y zarandajas. Por eso Barclays tenía que meterse sigilosamente en el cuarto del jardinero para ver con él, salivando de deseo, a Farrah Fawcett, que en la ficción se llamaba Jill.

Barclays era casto como un monje budista anacoreta y se asomaba tardíamente al deseo erótico y al ejercicio de su incipiente virilidad. No era un niño listo, pendenciero, libidinoso, como sus amigos del colegio. Al contrario, era delicado, pío, intelectual.

Hasta que, fue inevitable, Farrah Fawcett, o una fotografía de ella, una de las muchas fotografías que él recortaba de las revistas, lo indujo a pecar: babosamente enamorado de ella, poseído por las fiebres, los delirios y las alucinaciones que ella atizaba en él, Barclays se entregó a unas fricciones solapadas por debajo de las sábanas, cautivados sus ojos por unas fotos de la actriz, hasta que consumó el pecado nefando del que había sido advertido por su madre, el pecado de los pensamientos impuros y los tocamientos indebidos.

Pocos días después, el niño Barclays y su madre asistieron a la misa del domingo y, por primera vez desde que hizo la comunión, Barclays no comulgó y se quedó sentado, contrito, mientras su madre lo miraba con una tristeza que parecía infinita.

A sabiendas de que Barclays estaba enamorado de uno de los ángeles de Charlie, sus amigos del colegio le regalaron unas revistas eróticas, en las que Farrah Fawcett aparecía desnuda, avivando toda suerte de quimeras indecibles en él y su esmirriado cuerpo de niño devoto, sacudido por las bajas pasiones. Barclays fue entonces una suma precoz de estupores y temblores, fiebres y ardores, erupciones y calores, y su vida consistía ahora en encerrarse a solas con Farrah Fawcett y asaltar imaginariamente ese cuerpo que se parecía al nirvana y algún día sería suyo.

Hasta que, fue inevitable, una empleada de los señores Barclays encontró las revistas del pecado y se las entregó a la madre del niño. Cuando el niño Barclays volvió del colegio, su madre le mostró las revistas y exigió una explicación, pero él permaneció en silencio, abatido.

Años después, quizás porque su madre le había prohibido ver televisión cuando era un niño, el joven Barclays inauguró una carrera en la televisión. Le fue tan bien que a los veinte años ya tenía un programa en el Caribe y a los treinta se mudó a los Estados Unidos, fichado como una estrella.

¿Quién le hubiera dicho al joven Barclays que, dos años después de mudarse a Miami, sus productores le dirían que había recibido una invitación para viajar a Los Ángeles a entrevistar a dos famosos actores de cine, quienes se encontraban promocionando una película? La película se titulaba “El apóstol” y sus protagonistas, Robert Duvall y Farrah Fawcett, estarían dando una seguidilla de entrevistas promocionales a la prensa anglosajona y latina, en un hotel de Los Ángeles. Como el programa de Barclays se veía bastante entre la comunidad hispana, tanto Duvall como Fawcett estaban dispuestos a darle quince minutos cada uno, una entrevista corta y amable que él difundiría en su programa, antes del estreno de la película.

-La única condición que ponen es no hablar de sus vidas privadas -le dijo a Barclays uno de sus productores.

Barclays viajó solo y se hospedó en el hotel de Beverly Hills donde se habían rodado algunas escenas de la película “Mujer bonita”, con Julia Roberts y Richard Gere.

En las cinco horas que duró el vuelo nocturno, Jimmy Barclays no hizo sino pensar en ella, Farrah Fawcett, y en las preguntas que le haría o no le haría, las cosas que le diría o no le diría. ¿Se atrevería a decirle que la había amado desde los doce años? ¿Encontraría valor para confesarle que había dejado de rezar para entregarse a la contemplación de su cuerpo en las revistas eróticas?

Barclays entrevistó a Robert Duvall y lo encontró encantador. Bajo de estatura, mirada esquinada, coronilla calva, Duvall había escrito, producido, actuado y dirigido aquella película, “El apóstol”, sobre un predicador religioso llamado Sonny, a quien él daba vida con una actuación formidable, que descubría que su mujer le era infiel con un joven de la congregación, al que Sonny, enfermo de celos, mataba a batazos de béisbol.

Al día siguiente Barclays tenía agendada la entrevista con Farrah Fawcett en la suite presidencial del hotel donde se encontraba hospedado, el Regent Beverly Wilshire. La entrevista se llevaría a cabo a las doce del mediodía. Afiebrado, no pudo conciliar el sueño la noche anterior. Se tocó pensando en que la improbable quimera de su adolescencia acaso se cumpliría al día siguiente. Será mía, será mía, pensaba, entregado a las fiebres libidinosas que lo sofocaban. No pudo dormir. Desayunó frutas. Pasó la mañana en el spa del hotel, sudando copiosamente, dándose duchas heladas.

A las doce en punto del mediodía, completamente vestido de blanco, Jimmy Barclays ingresó en la suite presidencial del hotel, vio a Farrah Fawcett completamente vestida de blanco, como si fueran a casarse, quien sonreía, pícara, celebrando aquella coincidencia, y se acercó a ella y le dio la mano.

-Esto es un sueño para mí -le dijo-. Toda mi vida he soñado conocerte.

-Gracias -dijo ella.

Luego Barclays le hizo preguntas sobre la película, y Farrah Fawcett respondió con solvencia profesional, aunque con cierta fatiga o aburrimiento, como si estuviera diciendo cosas que ya había dicho. Barclays la oía a lo lejos, como unos ecos rumorosos que se perdían en el mar, pero no la escuchaba, no le prestaba atención, estaba hipnotizado, mirándola como la miró cuando tenía doce años y descubrió su cuerpo en las revistas. Estaba tan embelesado contemplando la belleza de su amada que a ratos se quedaba callado y ella tenía que despertarlo del soponcio, o de pronto él olvidaba la siguiente pregunta y acababa preguntando una sosería, una memez. Barclays la miraba y recordaba ese cuerpo tantas veces ultrajado por su mirada rapaz y de pronto se sentía abducido por ella, rehén de la actriz, súbdito o vasallo a sus órdenes, feliz lacayo de Farrah Fawcett.

Cuando se despidieron, él le dio la mano y entonces se atrevió a darle un beso en la mejilla y susurrarle al oído:

-Te amo, Farrah. Toda mi vida te he amado.

Farrah Fawcett miró con ternura a Jimmy Barclays, le dio un beso en la mejilla, peligrosamente cerca de los labios, y le susurró al oído:

-Hueles rico.

En ese momento, Jimmy Barclays dejó de sentir sus piernas, se volvió una masa de aire caliente, un fantasma translúcido, una estatua tambaleante, escuchó un zumbido en los oídos, miró a Farrah Fawcett, a esos ojos turquesas como océanos inexplorados, y cayó desmayado sobre el sofá, víctima de un mal de amores tan poderoso que le obnubiló el juicio y lo desplomó de espaldas, como un espantajo tumbado por el viento.

Cuando despertó, confundido y acalorado, alguien abanicándolo con un cuaderno, pasándole hielo en la frente, Jimmy Barclays descubrió que Farrah Fawcett se había marchado.

-No me digas que fue un sueño -pensó.

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