Con apenas quince años, Jimmy Barclays entró a trabajar al diario “La Prensa” porque su madre, Dorita Lerner, preocupada por su conducta díscola, quería que hiciera algo útil durante las vacaciones escolares y era amiga del director del periódico, Arturo Salcedo, a quien le pidió que se inventase un empleo para su hijo descarriado.

Canoso, risueño, narigón, Salcedo le encomendó a Barclays que se ocupase de cortar los cables que llegaban estrepitosamente a los teletipos de la página internacional. Rodeado de periodistas veteranos que golpeaban con frenesí sus viejas máquinas de escribir en una sala de redacción que parecía manicomio o cantina o meretricio, Barclays comprendió que había llegado al lugar correcto. Fue así como el virus del periodismo le fue inoculado. Fue así como conoció a los genios.

Los genios, así llamados por el jefe de la página editorial, Jorge Wallace, eran estudiantes universitarios que contaban entre diecinueve y veintitrés años y ya ocupaban cargos en el periódico. Habían sido elegidos por el líder de la cofradía, Federico Salcedo, hijo del director del periódico. Narigón y risueño como su padre, adorador de Borges, poeta clandestino, Salcedo pensaba como un liberal y vivía como un libertino: era alcohólico y amaba a las mujeres, no solo a sus novias, sino principalmente a las putas. Era, pues, un poeta beodo y putañero, y sus discípulos lo adoraban. Dirigía el suplemento dominical. Todas las semanas, invitaba a una puta o una vedette a las oficinas del suplemento, la hacía bailar en tanga sobre la mesa de la redacción, la entrevistaba y le hacía fotos relamiéndose y le daba dos páginas ese domingo. Naturalmente, las putas lo amaban y no le cobraban.

El mejor amigo de Federico Salcedo era también un escritor a hurtadillas. Se llamaba Mario Gambini y escribía como los dioses y sus colegas pensaban que algún día escribiría la gran novela en lengua española de su generación. Profesor de lengua, Gambini dirigía desde su casa las páginas culturales del periódico, al tiempo que escribía poemas, relatos, novelas que nadie podía leer, ni siquiera Federico Salcedo, su mejor amigo desde niños. Todos en la hermandad de los genios querían leer sus cuentos y su poesía, pero él era tan refinado o pudoroso que escondía esos escritos y decía que solo se publicarían después de su muerte. Por eso los genios lo admiraban todavía más, pues era renuente a toda forma de exhibicionismo.

Los principales editorialistas del periódico, Enrique Garzón y Carlos Espada, trabajaban en escritorios uno al lado del otro, pero eran enemigos y no se hablaban. Ambos escribían editoriales furibundos que reflejaban la opinión del diario. No los firmaban. Eran textos incendiarios contra el Estado, las empresas públicas, el déficit fiscal. Eran virulentas proclamas libertarias. Garzón era astuto, inteligentísimo, chismoso e intrigante. Espada, hijo de españoles, alto y envanecido, vivía en un castillo, quería ser diplomático y escritor, y poseía un humor ácido, corrosivo. Mientras Garzón leía en su biblioteca a los sabios liberales, Espada visitaba los cines del centro para ver películas pornográficas. No se hablaban, no se saludaban, se detestaban. Garzón quería que despidieran a Espada para ser el único editorialista del diario. Espada quería que echaran a Garzón por la misma razón. Se odiaban porque la competencia los convertía en rivales insidiosos. Había que verlos tecleando sus viejas máquinas de escribir como si fuese el fin de los tiempos y ellos tuviesen la pesada responsabilidad de anunciarlo.

El genio a cargo de la página económica se llamaba Iván Alfonso. De todos, parecía el genio más deslumbrante y el más afable. Viajaba con frecuencia, hablaba varias lenguas, era cosmopolita, soñaba con hacer una maestría y un doctorado en el extranjero. El mundo del poder le resultaba fascinante, irresistible. Leía en inglés, amaba a las mujeres, sobre todo a las azafatas, era sagaz invirtiendo en la Bolsa y sabía más de economía y finanzas que el ministro de turno.

Completaban la congregación de los genios el jefe de la página hípica, Freddy Chiriboga, y el jefe de sociales, Pablo Canterano. El primero era pícaro, marrullero, espabilado. Sus grandes pasiones eran las carreras de caballos y las apuestas hípicas. Tenía informantes que le cantaban quién ganaría qué carrera más o menos amañada. Gracias a ellos, solía ganar fortunas en el hipódromo. Saliendo de las carreras, gastaba esas fortunas en licores y damas de compañía. Era ludópata, dipsómano y libidinoso, y no tenía el menor deseo de corregir dichos vicios. Se jactaba de hacer gemir a gritos a sus amantes y terminar tres veces dentro de ellas, sin retirar su colgajo para descansar. Soy un semental, decía, y sus amigos se reían. A su turno, Canterano era el único de los genios que amaba a su novia y le era fiel, el único que no se entregaba a grandes borracheras ni cultivaba amistad con hetairas veteranas. Era un gran tipo, siempre dispuesto a jugar un partido de fútbol.

Eran siete los genios de “La Prensa”, y Jimmy Barclays pasó a ser el octavo y último, y el menos genio de todos.

Entretanto, el periódico se hundía: bajaban las ventas, se retiraban los anunciantes, no se podía despedir a los empleados innecesarios que habían sido contratados en tiempos de la dictadura militar porque gozaban de “estabilidad laboral”, las deudas crecían y el futuro se tornaba sombrío. Al mismo tiempo que el director y sus editorialistas pontificaban contra las empresas públicas y el Estado elefantiásico, el periódico parecía una empresa pública agobiada por la planilla, desbordada de costos excesivos y condenada a perder dinero año tras año.

Sin embargo, todos los sábados, el jefe de editorial, Jorge Wallace, convocaba a los genios a una tremenda cuchipanda, una francachela o sarao que comenzaba a mediodía y terminaba pasada la medianoche. Esas cuchipandas ocurrían en un local de parrilladas del centro, o en restaurantes de excelencia, y no las pagaban Wallace ni sus genios, pues se cargaban a la cuenta del periódico, que las pagaba con anuncios publicitarios. Regadas de los mejores licores, las cuchipandas de los sábados, presididas por Jorge Wallace, que creía en Dios y no lo ocultaba, y parecía más buena gente que el propio Dios, eran conciliábulos o aquelarres en los que Federico Salcedo recitaba poesía desgarrada antes de irse a vomitar; Gambini tocaba la guitarra y cantaba canciones de Lennon; Garzón y Espada se decían insidias e invectivas sin siquiera mirarse; Alfonso citaba de memoria editoriales de The Economist; Chiriboga pasaba el dato de los caballos que ganarían al día siguiente; y Canterano mostraba fotos de las fiestas más recientes, de las mujeres más lindas por las que salivaba. Al final, unos se iban a un burdel, y otros a seguir libando.

Tiempo después, “La Prensa” quebró. En apenas cuatro años, el director y sus genios se comieron y bebieron el periódico entero en aquellas sabrosas cuchipandas. Al final, los únicos anunciantes eran los restaurantes, los bares, los hoteles y las casas de masajes donde transcurrían las cuchipandas o donde morían aquellas bacanales. Una vez que el diario desapareció, los genios dejaron de parecer tan genios. Federico Salcedo y Mario Gambini pasaron a trabajar en el diario de la competencia; Enrique Garzón se convirtió en un abogado poderoso; Carlos Espada se volvió espía de los americanos; Iván Alfonso descolló como profesor universitario; Freddy Chiriboga prosperó como consultor político; y Pablo Canterano montó una empresa de consultoría empresarial y se hizo rico. Todos continuaron siendo amigos, menos Garzón y Espada, que seguían sin hablarse.

Jimmy Barclays malgastó su presunta genialidad haciéndose famoso como periodista de televisión y escritor de novelas. Puede que sea ahora mismo el más rico de todos los genios. A veces sueña con comprar el logotipo de “La Prensa” y relanzar el periódico. Pero luego se dice a sí mismo: me temo que estamos tan locos que volveríamos a quebrarlo.

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