Informalidad viralizada (3)
Informalidad viralizada (3)

A la informalidad no se le puede encerrar en una cuarentena. Desborda cualquier imposición. Primero, porque el confinamiento atenta contra la dinámica económica cotidiana de quien la practica. Pero, sobre todo, porque la informalidad ha moldeado un tipo de relacionamiento entre el individuo y el Estado, marcado por la desobediencia del primero frente a la incapacidad del segundo.

No se trata solamente de falta de civismo, sino un efecto de la –celebérrima, para muchos– economía informal.

La práctica informal institucionalizada –oxímoron únicamente teórico- deslegitima el sentido de los bienes públicos, porque la obtención de estos se vuelve un emprendimiento individual.

Así, invertir en una bodeguita o en un taxi es preferible, como jubilación, a aportar a una AFP. El individuo recurre a un servicio estatal para la educación de los hijos o la salud de la familia, solo cuando no haya ni un centavo. Apenas puede, elige un colegio particular o una clínica privada. Aunque sean de dudosa calidad, los prefiere a la oferta pública.

Para el informal, el Estado es proveedor de males públicos. Luego, si el Estado no puede garantizar bienes públicos y de calidad, los individuos no tienen incentivos para mantenerle lealtad.

Sin partidos ni organizaciones intermedias que expresen su voz –el populismo parlamentario, más que agregación de intereses es desintegración del interés común-, millones de peruanos han optado por salirse del contrato social. Consecuentemente, tampoco forman parte de la república. (A otro con ese floro).

Y ahora, la pandemia del COVID-19 asola a nuestra sociedad. Nuestro proveedor de males públicos, el Estado, intenta garantizar la salubridad pero se encuentra con informales, no con ciudadanos. Y en vez de entender la complejidad del raciocinio informal –al rational cholo-, el gobierno de Vizcarra impone normas de control que ahondan la ruptura del contrato social. Las multas son ridículas por impracticables y porque deslegitiman, más aún, el valor de la ley en el país.

Los gobiernos que mejor conocen a sus sociedades son los que responderán más eficientemente a la pandemia. El conocimiento social del nuestro se ha quedado en el prejuicio. Por eso la “mano dura” se desvanece en el aire (de la informalidad), obnubilando los reflejos conservadores que se activan ante amenazas como la que vivimos.

Aunque suene paradójico, no resulta difícil ser popular en contextos de crisis. Lo complicado es gobernar como estadista.

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