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¿Hubo vida antes del kale?

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Hace un par de años noté que, de cada tres cafeterías o delis en Nueva York, dos anunciaban kale en todas sus formas. Jugo de kale, ensalada de kale, smoothies de kale. Confieso que no tenía idea de qué cosa era el kale y me daba demasiada vergüenza preguntar. Como todos los ignorantes que no admiten su ignorancia, tardé tiempo en enterarme que el kale era una vulgar col crespa, una que hasta entonces solo había visto flotando, flácida y derrotada, dentro de un sancochado criollo. Ahora el kale iba a engrosar los rangos de la comida trendy donde antes reinaban la arúgula y el kiwi. (¿Han notado que la comida politically correct es siempre verde?). Para las influencers y fashionistas, el batido de kale (¿jugo verde? ¡aggh!) se convirtió en el desayuno du jour y el accesorio de moda para llevar en la mano, como la última cartera Vuitton.
Adiós, tostadas con mantequilla; good bye, huevos fritos con tocino; au revoir, café y croissant.
El kale no llegó solo. Llegó acompañado de un resorgimento furioso del yoga, disciplina que hoy se practica hasta en los aviones –bueno, no todo el combo completo, solo los estiramientos que permiten los pasillos–. De golpe tenemos yoga con mil nombres. Hata Yoga, Kundalini Yoga, Bikram Yoga y Hot Yoga, un invento gringo en un cuarto a 45 grados, mismo Mumbai, y donde las adeptas sudan la gota gorda pensando no tanto en la espiritualidad, sino en los kilos que van a perder. Y, claro, como son kilos de agua, los recuperan en cuanto se toman el primer vaso de jugo de kale. También hay el Nada Yoga, que debe ser eso: nada.
Por las calles del simpático pueblito playero americano donde veraneo, las veo pasar, a paso rítmico, enfundadas en el último modelito de Lululemon, flacas, flacas, duras, duras, la cola de caballo bien templada, la visera calada contra los rayos UV, los brazos musculosos con una mirada de feroz determinación y el smoothie de kale en la mano.
Me entero de viajes a Cancún y a otras playas soleadas donde van grupos de chicas cuarentonas o cincuentonas a reírse, pasarla bien y practicar yoga. Los tiempos cambian. Antes a las amigas cuarentonas o cincuentonas se les decía señoras y, en cuanto quedaban viudas o el marido les daba permiso, se iban en peregrinaje a Tierra Santa.
Lo sano aparte del yoga y el kale, que de hecho deben ser sanísimos, es que detecto menos mención del infierno en el discurso de la Iglesia, que durante siglos utilizó al Maldito para meter a la gente en vereda. Muchas pecadoras –reales o imaginarias– movidas por la culpa viajaban a Jerusalén en busca de indulgencias plenarias vestidas de pies a cabeza. Regresaban santificadas, pero eso sí, sin perder un solo kilo.
Lo bueno es no obsesionarse. Ni tanto yoga ni tanto kale. Tomarse de vez en cuando un rico desayuno completo en la cama, y si es acompañada, mejor.
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