Tu hija no será feliz
Tu hija no será feliz

Estaba de paso por Lima, un viaje de apenas seis días, para presentar, en la feria del libro, una novela en clave de humor, “Pecho Frío”, y acompañar a mi esposa Silvia en la presentación de su libro “Nunca seremos normales”.

Quería ver a mi madre, abrazarla, pero no sabía si ella tenía ganas de verme. En nuestro último encuentro, tres meses atrás, el aire se había enrarecido, habíamos discutido, ella me había hecho sentir un intruso en su casa, un intruso y un infidente en su familia, y yo me había prometido no visitarla, mientras durase nuestro desencuentro.

Sin embargo, pasadas las semanas, y estando en Lima por tan pocos días, me parecía que no tenía sentido prolongar la guerra fría, cultivar el rencor, hacer hincapié en nuestras discrepancias morales. Aunque, debido a su fe religiosa, no le gustasen mis libros ni mis columnas, seguía siendo mi madre, y una madre adorable, y tenía ya setenta y ocho años, y yo sentía unas ganas muy vivas de abrazarla y decirle cuánto la quería.

Por eso le escribí, diciéndole que me hacía ilusión almorzar con ella. No tardó en invitarme a su casa. Nos veríamos el sábado a las dos de la tarde. Le rogué que no invitase a nadie más, pues somos muchos hermanos y algunos suelen almorzar con ella.

Delgada, con guantes, el pelo recogido, recuperándose de una delicada operación facial, las mejillas cremosas, mi madre nos abrió la puerta con una gran sonrisa. Fui el último en abrazarla. No sentí tensión en el aire. Nos habíamos reconciliado. No tenía sentido continuar distanciados, solo porque ella rara vez aprobaba las cosas que yo escribía.

El amor consiste en buscar las zonas compartidas de afecto y evitar los puntos de fricción. El amor es una cohabitación entre dos espíritus que, cuando discrepan y se enfrentan, prefieren cambiar de tema y hablar de algo tranquilo, relajado, exento de animosidad. El amor no se expresa prohibiendo las discusiones, sino simulando que no existieron, quitándoles dramatismo. El amor entre una madre y un hijo, entre una madre religiosa y un hijo agnóstico, no les exige renunciar a sus convicciones, mudar de principios, disolver su identidad, sino comprender que ninguno logrará convencer al otro de que está equivocado, de tal manera que, cuando surge una riña, ambos tienen la sabiduría de cambiar de tema, soslayando las confrontaciones inútiles.

Mientras nuestra hija y su perrito corrían por el jardín, nos sentamos a la mesa mi madre, Silvia y yo. Todo iba bien hasta que mi madre me preguntó:
-¿Cómo están Carmen y Pilar?
Carmen y Pilar, mis hijas mayores, fruto de mi matrimonio con Casandra, viven en Nueva York. Trabajan mucho, son muy responsables, no necesitan que les mande plata ni las vaya a visitar. Estoy muy orgulloso de ellas.
-Están muy bien -respondí-. A juzgar por sus últimos correos, están muy bien.
Pero mi madre me miró de una manera extraña, recelosa, y comprendí que no me creía.
-Estuve hace poco con Casandra -dijo, aludiendo a mi primera esposa.
Casandra vive a dos cuadras de la casa de mi madre, en Miraflores. Mi madre, con extraordinaria generosidad, le regaló el dinero para que comprase su casa.

-Nos encontramos de casualidad -añadió.
-¿Cómo está Casandra? -pregunté.
-Muy preocupada -respondió mi madre-. Muy preocupada por Carmen.
-¿Por qué? -me asusté.

Yo había visto a mi hija Carmen hacía pocas semanas, los primeros días de mayo, en Nueva York, y aquel encuentro me había dejado profundamente alarmado, porque ella me pidió que hablásemos a solas, rompió a llorar, me abrazó desconsolada, me dijo que estaba deprimida, que no le encontraba sentido a la vida. La abracé, le dije cuánto la quería, pero sentí que mis palabras no le llegaban al corazón.

-Porque Carmen está muy deprimida -dijo mi madre-. Está muy mal. Pésimo. Fatal.
Conociendo que a mi madre le gustaba exagerar, dije:
-Ya está mejor. En sus últimos correos me ha dicho que está viendo a un sicólogo, que está bien medicada, que está durmiendo mejor.
-No es así -dijo mi madre-. No te engañes. Casandra me ha contado todo. Carmen no está bien, nunca va a estar bien, nunca va a ser feliz -sentenció.
Me sorprendió su énfasis impiadoso en vaticinar que Carmen no sería feliz.
-¿Por qué dices eso? -pregunté, tratando de que me contara todo lo que sabía: tal vez ella sabía algo que yo ignoraba.
-Por todo lo que le hiciste -dijo mi madre-. Tú fuiste su padre y su madre, tú eras todo para ella, y luego mira todo lo malo que le hiciste. ¿Cómo crees que se va a recuperar de las barbaridades que le hiciste?
De pronto yo no sabía si era mi madre o Casandra quien me hablaba.
-Yo fui su padre, pero no su madre -traté de defenderme-. Y no sé qué es “todo lo malo” que le hice.
-¿Cómo no vas a saber las cosas horribles que le hiciste a tu hija? -se impacientó mi madre.
Luego me miró a los ojos y dijo:
-La botaste de tu casa. La mandaste a la calle. Escribiste mal de ella en tu columna.
Quedé en silencio, humillado. No tenía sentido tratar de defenderme.
-Pero eso no fue lo peor -continuó-. Lo peor fue que le dijiste que quisiste abortarla. Le dijiste que cuando Casandra estaba embarazada, le pediste que abortara. Tu hija sabe que tú quisiste abortarla. ¿Crees que puede ser feliz, sabiendo eso?

La interpelación me había reducido a un guiñapo. Sí, hace ocho años había peleado con Casandra y le había pedido que se fuera con mis hijas del apartamento que les había regalado. Sí, había contado aquella pelea horrible en mis columnas. Sí, había sido mezquino y estúpido con mis hijas. Sí, ellas, en represalia, habían dejado de verme tres largos años. Y sí, aunque me doliese y avergonzase, le había contado a Carmen que, cuando su madre estaba embarazada de ella, yo le había pedido que abortase, porque pensaba cobardemente que si quería ser un escritor, no podía ser padre de familia, una cobardía de la que luego viviría arrepentido. Y sí, había elegido que mi hija supiera la verdad, a riesgo de que me odiase, porque me parecía que yo no tenía derecho de mentirle al respecto. Y sí, había contado todo eso en una novela, “El huracán lleva tu nombre”.

-No creo que Carmen haya estado deprimida por las peleas que su mamá y yo tuvimos antes de que naciera -dije-. Tampoco creo que su depresión se deba a las peleas que tuve con Casandra hace ocho años -añadí-. Creo que se deprime porque es mi hija, es bipolar, tiene un desbalance químico.
-Carmen no es bipolar -dijo mi madre-. Y tú tampoco eres bipolar.
Comprendí que la conversación no llegaría a buen puerto. Pedí permiso y caminé al jardín a jugar con nuestra hija y su perrito, procurando que la discusión no escalase. Pero Silvia, tan valiente, se quedó sentada y le reprochó a mi madre las cosas que me había dicho:
-Jaime es un papá excelente. Todo el tiempo le escribe a Carmen, le manda plata, le propone viajes. Carmen no está deprimida por culpa de Jaime, señora. Y Jaime está siempre dispuesto a ayudarla en todo.
-¿Cómo pudo Jaime, mi Jaime, mi hijo mayor, pedirle a Casandra que abortara? -preguntó mi madre, traspasada por la tristeza-. Carmen lo sabe. Y nunca será feliz por eso.

Al día siguiente, Silvia se opuso a que fuésemos a tomar el té con mi madre. De nuevo, y por desgracia, el aire se había tensado.
Tan pronto como llegué a Miami, les escribí a Carmen y Pilar, diciéndoles que me hacía ilusión enviarles por correo la novela “Pecho Frío”, pidiéndoles una dirección. No tuve respuesta.

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