Hubo un tiempo en el que estuve en calidad de invitado de honor en todos los eventos sociales y culturales como parte del cuerpo diplomático de una embajada de un país que no delataré en estas líneas. Yo era el novio de la hija del embajador.
Uno que otro viaje al Viejo Continente en primera clase, demasiadas invitaciones en palcos y zonas VIP, abonado exclusivo en todos los conciertos sinfónicos y caserito miembro gold de cuanto coctel e inauguración existiera.
La química con Claudine fue inmediata y se extendió hasta su mamá. El embajador no me quería mucho, pero sabía inteligentemente que cualquier tipo de oposición podría convertir el romance en la tragedia shakesperiana Romeo y Julieta. En cristiano: me masticaba, pero no me tragaba.
Para la hija yo era “Charlie Brown”; para la esposa, “folle belle” (‘loco bello’ en francés); y para el papá, simplemente “el peruano”.
Se nos hizo costumbre, después de cada evento social de rigurosa etiqueta, irnos a bailar los tres (madre-hija y este pechito) a algún antro del Centro de Lima o terminarla en cualquier fiesta electrónica. “Creo que a mi mamá le gustas y eso está molestando a mi papá” fue la primera señal de alerta que recibí. Mientras tanto, el embajador, cada vez que llegábamos de juerga, nos recibía con cara de conflicto internacional. Y, cómo no, si es que su madame llegaba literalmente torcida, mordiéndose las orejas y haciendo más muecas que Jim Carrey en La máscara.
Todo bien con la hija, todo mal con la madre, que tenía excesiva predilección por la ‘caspa del inca’.
La mesa estaba servida, ya no había forma de ocultar la intimidad familiar, y yo ahí al centro haciendo de válvula de escape. La épuse (esposa) estaba harta de su vida matrimonial y, de un tiempo a esa parte, no encontró mejor solución que ser la verdadera sucursal de Breaking Bad. Tachas, MDMA, ácido lisérgico y cocaína full le ponían ritmo, color y sabor a su aburrida vida.
A esas alturas del partido, era imposible tapar el sol con un dedo. Cada evento terminaba siempre por la puerta trasera para mi “suegra”, y la pericia protocolar y diplomática de su esposo ya no alcanzaba.
Ya todo estaba conversado, c’est fini: “La próxima semana será el último evento de mi mamá en la embajada. No quiero, pero tengo que terminar contigo, porque me voy con ella y no volveremos a Perú. Me gustaría que me acompañes al coctel y de ahí durmamos juntos por última vez”.
La diplomacia no alcanzó para resanar el matrimonio y las drogas parecían tomar la embajada familiar. Entendí en una que Claudine necesitaba acompañar a su madre en ese proceso de desintoxicación.
En ese punto yo ya sabía demasiado como para hacerme el loco y fui testigo de uno de los últimos pedidos del padre a su futura exesposa: “Te pido, por favor, evites cualquier desmesura durante la cena con los invitados”.
A buen entendedor pocas palabras. Y por si el personal de servicio de la casa no entendió, a mí se me hizo el pedido expreso de hablar con los mozos y decirles que estaba terminantemente prohibido servirle cualquier bebida alcohólica a la señora. Y, para no hacer roche, lo que le van a dar es siempre un vaso con agua, hielo y una rodaja de limón. Más en cristiano: “A LA TÍA NO LE DEN DE CHUPAR”.
Llegado el día del evento —todos advertidos y además con los ojos encima de “madame”—, la velada transcurría sin sobresalto alguno. Sin embargo, la paz mundial asegurada hasta ese momento de pronto se quebrantó.
La esposa de un embajador que no era el embajador padre de mi hasta ese momento aún enamorada, o sea, la esposa de otro embajador de otro país, comenzó a quejarse de un calor intenso, se bañó con una jarra de agua encima y se fue corriendo a tirarse a la piscina. “¡Me derrito! ¡Me derrito! ¡Siento que me derrito!”, gritaba una y otra vez.
Tamaño “happening” menos mal que ocurrió al cierre de la reunión; es decir, cuando ya todos se habían ido y solo quedábamos nosotros y esa pareja de invitados.
En una reacción de brillante astucia y justificación ultramegadiplomática, el papá de mi enamorada nos miró y dijo: “Hagamos como que todo está bien hasta que se vayan los invitados”.
¿Qué había pasado? Pues la señora en mención tuvo la espectacular idea de tragarse una pastilla de éxtasis y el efecto no se hizo esperar.
¿Cómo nos enteramos? Porque la mamá de mi chica, en medio del alboroto, decía una y otra vez: “Te dije que te comieras solo la mitad”.
¿Y a título de qué viene toda esta historia?
Resulta que hace unos días, no sé si recuerdan, que apareció el primer ministro, Gustavo Adrianzén, pidiendo, casi rogando, a todos los gremios que, por favor, en los próximos días no convoquen a manifestación alguna a la población, ya que estábamos a puertas del APEC.
Es decir, salió a exhortar “chepi bola” en un tono diametralmente opuesto al de la presidenta y sus ministros, que lo único que hacen es pechar a la prensa y a cuanto peruano les haga saber que la están recontracagando.
En resumen, el premier nos está pidiendo a todos los peruanos que HAGAMOS COMO QUE TODO ESTÁ BIEN HASTA QUE SE VAYAN LOS INVITADOS. No vaya a ser que se den cuenta de que estamos casi casi en manos de salvajes.
Y me hizo acordar a mi exsuegrito, el embajador, y su hermosa manera de disimular lo escandalosa y groseramente notorio.
¡QUÉ GENIAL!
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