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Nos habíamos odiado tanto

“Las actuales referencias a ‘fuerzas de choque’ apristas remiten a una readaptación de los míticos ‘búfalos’, en estos tiempos de ‘prisiones preventivas’ y de ‘organizaciones criminales’”.

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A los extranjeros les cuesta creer que “no hay peor enemigo de un peruano que otro peruano”, hasta que conocen nuestro país más allá de su oferta culinaria. Nuestra autopercepción de comunidad nacional se desvanece frente a la preeminencia de grupos altamente estigmatizados. Es decir, cuando identificamos a una colectividad de nuestra sociedad como “enemigo a muerte”, al cual podemos desearle incluso su extinción. También cuando la consideramos portadora de todo aquello que rechazamos, despreciamos o tememos política, religiosa y/o moralmente. Puede ser un partido, una agrupación religiosa o hasta una asociación de padres de familia. Cuando la tolerancia hacia lo diferente, inusual o contrario se difumina, se hacen imposibles relacionamientos sociales sanos, acuerdos mínimos que permitan un futuro conjunto.
Repasando nuestra historia podemos corroborar la gravitación del estereotipo social para estructurar odios. Comunistas, velasquistas, terroristas; organizados como partido, cúpula armada o subversivos. Pero quizás ha sido el Apra el partido que ha despertado las animadversiones más hondas y longevas. Mayores que la –relativamente reciente– oposición al fujimorismo, al Apra se le ha catalogado de comunista (por su vocación plebeya) y de fascista (por su estructura y mesianismo de sus liderazgos).
El aprismo ha generado temores por su militancia religiosa, su vocación martirológica o la violencia que fue capaz de practicar. Las actuales referencias a “fuerzas de choque” apristas remiten a una readaptación de los míticos “búfalos”, en estos tiempos de “prisiones preventivas” y de “organizaciones criminales”.
El suicidio de Alan García ha actualizado todos esos odios ancestrales. La imposibilidad de verlo capturado por la Policía y hundido en su chaleco de “detenido” –expectativa de sus más recalcitrantes detractores– ha desbocado rabia en diversas variantes. Ya sea por sentido de impunidad o por revancha política, el odio al aprismo lleva nuestra “marca Perú”: conecta el desprecio clasista con una supuesta superioridad moral. A pesar de que la corrupción arrastra a casi todos los partidos, la rabia más visceral aflora contra el Apra.
El procesamiento y juzgamiento de culpables no sacia la colérica sed de los antiapristas, pues el antiaprismo no se articula mediante partidos, sino a través de haters profesionales. Los más extremistas nunca aceptarán al Apra como una criatura de nuestra sociedad, nacida de sus entrañas. Seguirá siendo el vástago ilegítimo de élites incapaces de construir una república en la que quepamos todos.
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