La goma de mascar
La goma de mascar

Yo podría ser un buen político. Podría ganar unas elecciones. Tengo años de entrenamiento en televisión como seductor de multitudes. Sé hablar en público. ¿Por qué no me he atrevido a ser un político profesional?

Cuando entras en política, aspiras a un cargo público y luego lo ocupas, pierdes grandes espacios de libertad. Una vez que pides a los ciudadanos que voten por ti y ellos lo hacen, has firmado tácitamente un contrato moral. Te debes a ellos, eres su afamado rehén. Aun si pierdes, los representas. Y si ocupas un cargo público y percibes unos honorarios pagados por los contribuyentes, te han contratado; son ellos, tus jefes invisibles, quienes ahora te pagan.

¿Cómo medir el éxito de un político? La respuesta sencilla sería: si gana las elecciones, tiene éxito. Pero la andadura puede comenzar bien y terminar mal. No basta con llegar al poder y ejercer un cargo público. Lo más difícil es salir ileso de aquella experiencia. Si terminas preso, has fracasado, aun si la carcelería es injusta. Si te destituyen, si te obligan a renunciar, has fracasado. Si te impiden salir del país, o de tu casa, no importa si esas órdenes son abusivas, has fracasado.

Podría decirse entonces que el político que tiene éxito no es el que gana unas elecciones, o varias, sino el que, tras pasar por el poder, puede vivir tranquilamente, con una calidad de vida igual o mejor de la que tenía antes de entrar en política. ¿Es eso posible? Me temo que no. La experiencia del poder termina siendo tóxica, devastadora. No sales de esa casa de máscaras del terror siendo una mejor persona de la que eras. Sales destruido, machacado, humillado, repudiado por quienes antes te querían, traicionado por los que te juraron lealtad. Sales convertido en un guiñapo, una piñata, un saco de boxeo. Tus enemigos, los que no llegaron al poder porque les ganaste las elecciones, harán todo cuanto puedan para agriarte la vida, tenderte zancadillas, intrigar con bajezas y meterte en un calabozo. Esa será su mejor venganza: que termines en la cárcel. Y bien puedes terminar en una mazmorra, a pesar de ser inocente.

En mi país, los dictadores y presidentes terminan presos, prófugos o con arresto domiciliario. ¿Valió la pena conocer las glorias del poder, escuchar el susurro baboso de los adulones, ser el mandamás, para terminar preso o fugitivo? ¿Tuvo sentido hacer grandes sacrificios personales, procurando mejorar la vida de los demás, para que la vida de uno mismo se vaya al carajo? Y aun si no terminas preso, ¿no es seguro que muchos de quienes te apoyaron, y votaron por ti como si fueras el redentor, el iluminado, te abandonarán, e insultarán, y culparán con saña de que las cosas no hayan salido tan bien como ellos querían? ¿No es una ley de la política que la luna de miel acabará bien pronto y tus admiradores se tornarán detractores? El que no entiende esas cosas básicas de la política, no debería meterse en política. La política saca lo peor de la gente, la vuelve cínica y desalmada, la pone a pelear con ferocidad. No hay peor enemigo de un político que otro político que aspira a sentarse en la silla que él ocupa. Al menos ese adversario está en la orilla opuesta, es un enemigo a rostro descubierto. Luego están los pérfidos, los felones. Son ellos quienes más daño pueden hacerte.

En política, los buenos, los honrados, los decentes, raramente tienen éxito. El político que no es mentiroso, que no sabe adaptar su discurso a lo que la gente quiere escuchar, difícilmente ganará unas elecciones. No gana el más sabio ni el más virtuoso: gana el más astuto, el mejor seductor. Y cuando infrecuentemente ganan los buenos, los mejores, les ocurre que, por mucho que se afanan en hacer las cosas bien desde el poder, las cosas no les salen bien, se tuercen, se enredan. ¿Por qué? Porque los que perdieron, aquellos que sueñan con ganar las próximas elecciones, que son medio país, y un poco más, según pasan los meses, no vacilarán en sabotear los esfuerzos de quien gobierna, y le pondrán palos en la rueda, y harán cuanto puedan para que ese mandatario fracase, se caiga de la bicicleta, termine enlodado. No pensarán en lo que es mejor para el país, pensarán en lo que es mejor para ellos. Y lo que ellos quieren es llegar cuanto antes al poder. Y para eso necesitan con urgencia que quien está en el poder fracase miserablemente.

¿Se puede pasar por el poder y salir aclamado? ¿Se puede gobernar, resistir los ataques insidiosos, sobrevivir a las perfidias y demostrar que se tuvo éxito? ¿Cómo puede un político probar de un modo irrefutable que hizo buen uso del poder? No es tan fácil. El político acudirá presuroso a las estadísticas: yo bajé la inflación, el desempleo, el déficit. Yo mejoré la producción, el ingreso per cápita. Yo hice obra, construí escuelas, hospitales, puentes, carreteras. ¿Pero la gente le creerá? Me temo que no. La gente no recordará las estadísticas, olvidará quién mandó a construir la escuela o el hospital. La gente, curiosamente, recordará no las cosas buenas que hizo el político, sino los escándalos que salpicaron su gestión. La memoria colectiva es así: prescinde de lo bueno, recuerda lo malo. Puedes haber sido un gran presidente, pero si una noche te tomaron una foto orinando en la calle, te recordarán por eso. Si descubren que tenías una amante, o dos, o una hija en las sombras, te recordarán por eso. Si tuviste amoríos con una asistenta y ella te denunció, te recordarán por eso. Si recibiste unas contribuciones económicas para tu campaña que no debiste recibir, o que olvidaste declarar, te recordarán por eso. Si durante tu gestión ocurrió un terremoto, o un huracán, o un tsunami, dirán que debiste haberlo sabido, debiste haber prevenido a la población, debiste auxiliarla con mayor celeridad, casi dirán que tuviste la culpa de que esa desgracia ocurriera.

El político que aspira a ejercer el poder tiene que aceptar que la vida es un caos y que el caos destruye cualquier plan de gobierno y que gobernar el caos es bastante arduo: la naturaleza impredecible y revoltosa del caos lo hace ingobernable. Con lo cual el político termina siendo un bombero que pasa los días apagando los incendios incesantes que enciende el caos. Siempre hay un nuevo incendio por apagar. Y el bombero, por bueno que sea, saldrá más o menos chamuscado. Y la gente no recordará los incendios que apagó a tiempo, sino los que no apagó tan pronto como debió.

No quiero decir con esto que nadie debería meterse en política. Solo intento decir que la política no es oficio para corderos, sino para lobos; no para erizos, sino para zorros. El que entra en política tiene que tener la piel de elefante y la memoria también. Debe saber que le lloverán los agravios más injustos, conocerá las peores vilezas y abyecciones, será traicionado una y mil veces, nadie o casi nadie le agradecerá todo lo bueno que hizo, y cuando intente retirarse y regresar a la vida sosegada del ciudadano promedio, tal cosa ya no será posible, porque sus enemigos no descansarán hasta verlo derrotado, destruido, preso, maldecido por quienes alguna vez lo siguieron y amaron, pensando que los llevaría al paraíso, que el final sería feliz. Pues no: en política no hay final feliz.

El éxito para mí consiste en no pasar una sola noche en la cárcel. En viajar adonde me dé la gana. En dormir hasta mediodía. En tener lectores, no electores: el lector elige leer, el elector es obligado a votar. El político es una goma de mascar, un chicle: te mastican y, cuando te sacan todo el azúcar, te escupen.

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