(Foto: Reuters)
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En las guerras tradicionales solía verse el enfrentamiento de grupos, uniformados o no, pero claramente distinguibles. Guerras de conquista, de apropiación de territorio y también de liberación e independencia. Pero hay otras guerras, en las que no se sabe quién es el enemigo ni hay una causa “justa” para alguna de las partes; a veces ni siquiera se sabe por qué o contra qué se está peleando y no es poco común, como en las revoluciones, que el objetivo que se perseguía termine siendo tergiversado luego del sacrificio de cientos de miles que creyeron en un bien superior, cuando “no hay valor superior al de una vida humana”, diría Kundera.

Sea como fuere, al menos en teoría, en una guerra hacemos daño a quienes odiamos, tememos o, al menos, a quienes no nos importa. No es el caso de la guerra de hoy, en la que no hacemos daño a un enemigo; ni siquiera a un maldito. En esta guerra matamos a quienes más queremos, a quienes abrazamos con amor; a quienes queremos tener cerca; a aquellos con los que nos gusta compartir confidencias, risas y también penas. Y también a aquellos que nos ayudan a vivir.

Ya se habla de la necesidad de reiniciar las actividades económicas, selectivamente y cuidando cada etapa para evitar contagios y muertes. Un mínimo de decencia obliga a que la primera etapa en la tarea económica comience en un hogar con agua y saneamiento; luego, con acceso a transporte con distancia social. ¿Están el gobierno o las empresas en capacidad de asumir estos costos? Porque de lo que allí se haga dependerá la magnitud del “daño colateral”, medido en la cantidad de vidas perdidas que conlleve nuestra “reactivación”.

Porque llegará el momento en que esas vidas comiencen a tener nombres familiares que no tendremos tiempo, y quizá tampoco aire, para llorar.

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