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De espaldas

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttp://goo.gl/jeHNR

Estos primeros días de agosto son de un calor sofocante, abrasador. No conviene salir de casa. En el segundo piso, en el estudio, abro todas las ventanas y con suerte corre algo de aire. Pero aun en la sombra y ventilado, la sensación es de bochorno, de estar confinado en una cámara de vapor. Escribo y sudo, escribo y transpiro, escribo y me voy quitando la ropa, escribo en calzoncillos.

No resulta nada fácil escribir la historia de cómo, por querer tener un hijo hombre que se llamaría James, por enamorarme de Silvia, que parecía mi hija y podía serlo, pues yo le doblaba la edad, acabé teniendo una hija con ella y perdiendo el amor de mis hijas mayores, con las que había tenido una magnífica relación durante quince años, y quienes no pudieron ver de un modo desprejuiciado a Silvia y se aferraron comprensiblemente, eran adolescentes, al rencor y la hostilidad hacia ella y por consiguiente no tuvieron un átomo de curiosidad por conocer a mi hija menor, que en cierto modo es su hermana y tiene ya tres años, y se alejaron decepcionadas de mí, haciendo equipo despechado con su madre, su abuela materna y a veces hasta con mi madre.

La vida sería más tranquila, menos conflictiva, más predecible y confortable, si uno pudiese actuar siempre del modo más razonable y calculador, si pudiese desapegarse de las pasiones, renunciar a los amores, no elegir, no tomar partido, no correr riesgos, ser neutral. Pero no se puede vivir así, o nos resulta demasiado abúlico vivir así, y elegimos los riesgos, las pasiones, los abismos del amor, y con el paso de los años nos damos cuenta de que, por querer tenerlo todo, las hijas y el hijo, el novio y la novia, la vida familiar y la amante clandestina, acabamos perdiéndolo todo, o casi todo, o la parte más noble de nuestra vida que creíamos irrompible, indestructible.

Me ha pasado estas últimas semanas también con mi madre, que no está lejos de cumplir setenta y cinco años, como yo estoy cerca de cumplir cincuenta. Uno diría que a esas edades avanzadas la gente debería conocerse un poco, conocer para qué sirve y para qué no sirve, conocer el hijo las locuras de su madre y la madre, las locuras de su hijo, para que encuentren la manera de no irse a la guerra en nombre de esas locuras genéticas y sean suficientemente astutos, o prudentes, para delimitar sus respectivas demencias incurables como campos minados y no salir a pasear juntos por allí. Pero, por lo visto, eso tampoco es posible, y esa parte de mi existencia que parecía noble, segura, irrompible, indestructible, el amor a mi madre, las ganas de estar con ella, se ha puesto en entredicho, se ha quebrado.

No es cuestión de echar culpas, pero soy un escritor y como tal escribo las pocas cosas que me resultan ineludibles, inescapables, y esas cosas remiten siempre, o casi siempre, a la familia, a los primeros años, a los padres, los tíos, los abuelos, los hermanos, todas esas historias que uno ha oído o vivido desde niño y que definen lo que somos casi tanto como nuestros huesos o nuestra sangre. Yo no puedo consultarle a mi madre lo que debo escribir, lo que se impone como urgente e inaplazable, y tampoco me hago ilusiones de que ella quiera leerlo, que yo sepa no ha terminado de leer una sola de mis novelas ni ha conseguido disfrutarlas, y desde luego es comprensible que se evite ese sufrimiento y prefiera sus lecturas religiosas.

Pero ahora que mi madre, viuda, rica, poderosa, se siente por fin libre y se acostumbra a mandar y descubre que está en sus genes un cierto despotismo que algunos le celebran, adulones, y ella encuentra cómico (un espíritu mandón que, por cierto, no me es ajeno), ya no se resigna con no leer los libros que escribo, ahora me escribe un correo seco, cortante, autoritario, amenazador, diciéndome que si publico una cierta novela voluminosa sobre la familia, sobre nuestra familia, una novela que llevo años escribiendo, entonces ella no se limitará a no leerla, sino que tomará represalias contra mí, seguramente acicateada por algunos hermanos cizañeros, intrigantes, y "no me verás más en esta vida", aunque deja entreabierta la puerta piadosa de vernos después de esta vida, ya muertos los dos, lo que no deja de conmoverme. Si bien no menciona el espinoso asunto del dinero, da a entender que, si publico la novela, contrariando sus órdenes, desacatando su censura, entonces me privará de su compañía y, consecuentemente, también de sus riquezas, acciones, dólares, euros y libras esterlinas, un costo oneroso a pagar por publicar una novela que a duras penas leerá un puñado de valientes y por la que me pagarán cuatro reales, dada la crisis de la industria editorial.

Así planteadas las cosas, me siento en un callejón sin salida. Por un lado, bajo presión de Silvia, he tomado la decisión de no publicar la novela prohibida, censurada, vetada por mi madre sin haberla leído, y he pensado que lo mejor será esperar a que alguno de los dos se muera para que, si acaso, la bendita novela sea publicada. Pero no creo, y ciertamente no quiero, que mi madre muera pronto, creo que vivirá hasta los noventas como su madre y seguirá dando la batalla testaruda, y si tuviera que apostar diría que yo moriré antes, solo porque el costo hepático de mis noches sedadas me pasará la factura tarde o temprano y de una de esas noches no despertaré. Esperemos, entonces, a que alguien muera, para ver qué pasa con la novela en disputa, pero si yo muero, dudo mucho de que Silvia quiera enemistarse con mi madre publicándola, en ese caso me parece que la novela será destruida, eliminada, y no saldrá nunca, pues cuando muera mi madre quizá ya no quedará copia de esa ficción desmesurada. En caso de que mi madre muera antes que yo, lógicamente publicaré la novela al mes siguiente o subsiguiente, a pesar de que ella ha sido muy clara en decirme que su prohibición rige mientras ella esté viva "y después también, para toda la eternidad". Pero tan obediente no pienso ser.

Lo curioso, entretanto, es que, habiéndome amenazado mi madre con el castigo de privarme de su compañía si publico la novela, y habiéndome replegado yo a no publicarla para evitarnos los consabidos disgustos, y sabiendo ella que de momento ha ganado y que me he sentado a escribir a regañadientes otra novela, también sobre la familia, pero sobre una parte de la familia que me atañe más directamente, mis tres hijas, una parte que ella no controla o sobre la que no le reconozco poder de veto, ninguna de las dos partes, ni ella, que por lo visto ha ganado y se ha cargado a saco la novela, ni yo, que he perdido y la he metido a un cajón hasta que alguien muera, quiere verse, disfrutar de la compañía del otro. Con lo cual, la novela de marras no ha salido, nadie se ha sentido ridiculizado o escarmentado como temía mi madre, pero, en la práctica, no encuentro ya mínimas ganas de ver a mamá porque todo en ella me recuerda la censura, el fanatismo más ciego, el oscurantismo trasnochado, la espesa tiniebla de las cavernas. Siento, entonces, que, de momento, he perdido la novela voluminosa y risueña sobre la familia y también las ganas de estar con mi madre, porque no soy suficientemente adulto para desapegar la novela de mí, de mi vida, y siento que su rechazo a mi novela es, en realidad, un rechazo visceral a lo que yo soy, a lo que yo hago, a las cosas más íntimas y sensibles que me definen. Ella persigue la fe, de espaldas al arte, y yo persigo el arte, de espaldas a la fe, y ambos nos damos la espalda y caminamos, alejándonos.

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