Solo en 5% de los mamíferos el papel del macho va más allá de la cópula. Y entre los grandes simios, la cosa queda casi en todos los casos en una generosa e indiscriminada rifa de espermatozoides.
Más que el uso de herramientas, desempeños cognitivos complejos, hasta la posesión del lenguaje —que en diferentes grados, hoy sabemos, muchos animales poseen—, es la paternidad la que nos diferencia en el mundo animal.
Los padres han sido determinantes en la esencia de lo humano y la existencia misma de la civilización.
Eventos como el estrechamiento del canal de nacimiento —por nuestra bipedalidad— y un cerebro grotescamente grande y hambriento, tuvieron como consecuencia que nuestras crías nacieran patéticamente inacabadas. Un destete temprano para tener una tasa de crecimiento demográfico sostenible, mucho antes de que el individuo acceda a la independencia alimentaria, hicieron inevitable al papá. Solo a través de una alianza entre progenitor y progenitora se llega al desarrollo de un ser pleno.
No es solo un asunto de crianza colaborativa.
Un papá, que no es una mamá en versión masculina —a la naturaleza no le gusta duplicar funciones—, permite logros fundamentales. Por ejemplo, la enseñanza de protocolos para hacer, resolución de problemas y cognición social. Pero, sobre todo, el balance entre exploración, desplazamientos osados, picos de energía; y evaluación de riesgo: la capacidad de hacer aterrizajes suaves después de decolajes bruscos y turbulencias.
De lo anterior emerge un vínculo decisivo, una complicidad necesaria y el seguimiento de normas no negociables, que están en la base de toda cultura. En pocas palabras, la apertura al mundo.
En un momento en que los hombres aparecen como acosadores, maltratadores y abandonadores, hay que resaltar que la gran mayoría están muy lejos de ello y llevan adelante sus funciones paternales con mucha entrega, amor y responsabilidad.