El precio de la polarización. (Foto: GEC)
El precio de la polarización. (Foto: GEC)

Esta semana, la frágil democracia peruana pagó el precio de la polarización. Tanto se golpearon, tanto se humillaron, tanto confrontaron, que uno de los dos oponentes tenía que caer.

Las cartas se pusieron sobre la mesa el 28 de julio de 2016, cuando el partido que había ganado la mayoría en el Congreso le declaró la guerra al que había ganado el Ejecutivo.

En vísperas de la segunda vuelta, cuando Keiko Fujimori todavía estaba adelante en las encuestas, le pregunté a un alto dirigente de Fuerza Popular qué pasaría si a la hora de la hora la cosa se les volteaba. Nada está dicho hasta el día de la elección, le comenté. El Perú se convertiría en un protectorado fujimorista, me respondió con un gesto en el que asomó una tintura de la ira que la sola idea le provocaba.

Juramentó PPK y rápidamente el escenario se convirtió en un campo de batalla. La confrontación fue pan de cada día. Y fue creciendo; alimentándose de las torpezas y la patológica ingenuidad de un lado y la arrogancia y el rencor del otro.

Mucha agua corrió bajo ese puente: PPK se salvó de una vacancia e indultó a Alberto Fujimori. El fujimorismo retrocedió pero para recomponerse; contraatacó aliado con el Apra y Alianza para el Progreso, y logró la renuncia de Kuczynski. Y con la cabeza de PPK en una mano, negociaron con la otra la composición del primer gabinete de Martín Vizcarra.

Cuando el presidente Vizcarra decidió independizarse del protectorado fujimorista, lógicamente, el campo de batalla se convirtió en un escenario de guerra.

Vizcarra encontró su trinchera en la lucha frontal contra la corrupción que la ciudadanía reclamaba y reclama. El aprofujimorismo y sus satélites, que habían surgido de la contienda, la encontraron en el fundamentalismo religioso. Así, la oposición, aceleradamente, se fue volviendo radical y en extremo conservadora.

Esa tendencia, al principio imperceptible, le arrebató al fujimorismo el afecto de la mayoría de los ciudadanos que votaron por Fuerza Popular en 2016. No la vieron. En la confrontación aguda, ambos bandos se tornaron populistas hasta la remaceta, pero Vizcarra tuvo el tino de posicionarse en el centro, mientras que el fujimorismo optó por la ultraderecha.

A los peruanos nos asustan los extremos. El péndulo que se mueve de una elección a otra tiene tiro corto y nos lleva a elegir entre la centroderecha y la centroizquierda: si observamos lo que va del siglo, ahí están Toledo, García, Humala, PPK. El que se mueve hacia una de las puntas, pierde.

Con la propuesta presidencial de adelanto de elecciones que llegó en Fiestas Patrias, el escenario se tornó de guerra total, y lo que hemos vivido la semana previa a la disolución del Congreso, ha sido la ceremonia de un duelo: se salvó el primero que disparó.

El 30 de setiembre no es igual que el 5 de abril. Poder escribir estas líneas sin que un soldado me apunte con un fusil desde dentro de mi redacción, lo confirma. Pero eso no quita que el presidente haya estirado, como chicle, los márgenes de la Constitución. Que un vacío en la ley se lo haya permitido. Que su decisión siente un mal precedente para el futuro democrático de nuestro amado país. Ese vacío debe ser subsanado apenas tengamos un Congreso verdaderamente representativo.

Es cierto que el presidente Vizcarra convocó a elecciones parlamentarias inmediatamente después de disolver el Congreso, y que no necesitó que la OEA interviniera para hacerlo. Ahora, en esa misma línea, debe garantizarle a la ciudadanía que no intentará reelegirse, que aunque el pueblo se lo pida de rodillas, él se negará.

Este Congreso disuelto por Vizcarra fue el mismo que lo puso en el poder obligando a renunciar a PPK. No debe ser agradable para esos congresistas beber de su propia medicina. Pero el placer de imaginar el amargo trago que se están tomando no debe nublar nuestras convicciones democráticas, ni nuestro compromiso con la legalidad. Los peruanos no debemos permitir, nunca más, que un puñado de jefes militares validen nuestro gobierno. Nunca más.

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