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Dolor nuestro que estás en la tierra

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Fecha Actualización
La muerte de Solsiret Rodríguez muestra que nuestra sociedad está enferma. No solo por la crueldad del asesinato, por el descuartizamiento del cadáver para que sea fácil ocultarlo y por los mensajes desde el celular de la víctima para desviar las investigaciones, sino por el maltrato a los padres mientras mendigaban justicia por la desaparición de su hija.
Entre desidia y burla, policías y fiscales cerraron el caso alegando que Solsiret se había ido con otro. No saben la clase de hija que tienen, dijeron a los padres como conclusión de tres años de investigaciones. Otros policías y fiscales subsanaron esa monstruosidad. Hace una semana capturaron a los asesinos. Nuestra sociedad no está enferma porque existan criminales, sino por el desprecio con que algunos funcionarios atienden a las gentes.
Consolar también es tarea pública. Cuando sobreviene una desgracia, en ese primer momento, la mayor responsabilidad política es estar ahí. Así el que sufre siente que su dolor es compartido, que empieza a doler menos y que hay esperanzas de ayuda.
Luego de terremotos, tsunamis, huracanes, inundaciones o ataques terroristas son las mayores autoridades las que acompañan a los sobrevivientes. Reyes, presidentes, ministros, el que fuera. En nuestro país, en cambio, las autoridades no se conmueven ni sienten que ese sea también su papel. Ya son 30 los muertos por la deflagración del gas en Villa El Salvador y la autoridad se apareció tardíamente por las carpas de los damnificados.
Lo más cobarde es que cuando la gente se indigna, la autoridad reacciona despidiendo a policías y fiscales pusilánimes en un caso y destituyendo a los directores del organismo regulador del gas en el otro. Como si el tema no fuese responsabilidad del presidente o de sus ministros.
En cada uno de esos casos el alivio no vino del Estado sino de la gente común. Compañeros de clase de Solsiret armaron un colectivo que dio fuerzas a sus padres para soportar el proceso; y la reacción espontánea de vecinos y transeúntes brindó el primer auxilio y litros de sangre a los quemados en la deflagración.
Conmoverse por el dolor ajeno es instintivo y la solidaridad que las gentes muestran en cada desgracia nos salva el honor. Pero, entonces, ¿qué frustración del alma impide a nuestras autoridades ser un poco compasivas con el dolor ajeno, tener un poco de humanidad?
Hemos llegado a lo más básico de la política: antes que programas o ideologías, debiéramos exigir a los candidatos que, simplemente, sean buenos.

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