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¿Quién defiende nuestra atención?

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La sociedad ha ido promoviendo ciertos derechos, protegiendo ciertas libertades. Hay quienes piensan que se está exagerando y que pronto podríamos vivir bajo una dictadura de identidades sectoriales, que defienda a ultranza la sensibilidad y autoestima de todos quienes se sienten marginados.
Pero hay algo que nadie regula: a quienes llaman nuestra atención. Además de comerciales en todas sus formas, que tienen la ventaja de ser predecibles, están todas esas ofertas que se cuelan en nuestros teléfonos o se superponen en las páginas del mundo virtual que queremos usar.
Y, claro, están las redes sociales en las que supuestamente lo que nos corteja son datos. No es tan sencillo. Tradicionalmente los humanos siempre nos desenvolvimos en entornos con escasez de información. La atención era un proceso que debía buscar aquella crucial para nuestro éxito. Los medios, por ejemplo, nos traían lo que faltaba: información.
Hoy hay demasiados datos y necesitamos filtros que nos ayuden a prestar atención, que se ha convertido, irónicamente, en escasa, preciosa. Entonces, la economía se convierte en la lucha a muerte por nuestra atención, por nuestra mirada que entra en contacto con la pantalla.
Todo vale, sobre todo cuando la carnada es supuesta información sobre la vida y milagros de los demás —amigos, enemigos, aliados y adversarios—, así como sus ideas. Y cada vez que nuestros ojos se posan en novedades, dejamos huellas cuyos patrones se empaquetan y venden al mejor postor. Nosotros somos el producto.
De paso, la sobredosis de distracción —pasar de una cosa a la otra— que implica lo anterior hace descender el coeficiente intelectual dos veces más que el consumo sostenido de marihuana.
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