Nueva York está en confinamiento para frenar el coronavirus. (Foto: Reuters)
Nueva York está en confinamiento para frenar el coronavirus. (Foto: Reuters)

Por: José Gabriel Chueca desde Nueva York

El primer caso de coronavirus en el estado de Nueva York se reportó el primero de marzo. Ya había habido brotes importantes al otro lado del país, pero las noticias no habían producido mayor alarma en la ciudad de Nueva York. A pesar de que el gobernador Andrew M. Cuomo declaró la emergencia el día 7, esto no vino acompañado de indicaciones específicas para la población –se trataba de una medida para liberación de fondos–. La información que circulaba entonces consideraba el coronavirus tan peligroso como una gripe cualquiera y señalaba que el riesgo principal era para las personas mayores. La indicación más repetida era lavarse las manos con la mayor frecuencia posible. Soy profesor de español, trabajo en El Bronx y, para las universidades, el panorama comenzó a cambiar al comienzo de la segunda semana de marzo, cuando se reportaron cien casos de coronavirus en el estado.

En la semana del 8, con sorpresivos anuncios algunas instituciones privadas cancelaron clases presenciales y las migraron al online. Días después, las universidades públicas hicieron lo propio. La última vez que vi a mis estudiantes en persona fue el 10 de marzo. Aunque parezca paradójico, buena parte de los estudiantes de español en NYC son de ascendencia latina. Es un fenómeno con el cual, en Lima, muchas familias migrantes están familiarizadas. Por ejemplo, aquellas familias quechuahablantes que desalentaron a sus hijos en el uso de su lengua para que no tuvieran acentos que complicaran su integración. Hago una pregunta suelta en clase: ¿todos tienen Internet y una buena computadora en sus casas? No todos. Para ese día, los expendedores de alcohol desinfectante para las manos que habían sido instalados en el campus e incluso en estaciones de metro ya solían estar vacíos. Ese día fue también la última vez que tomé el metro desde entonces. Recuerdo la sensación extraña de ese viaje. Yo ya llevaba mascarilla y trataba de recordar no tocarme la cara. Pero lo más raro era la súbita consciencia de que los pasajeros rodeándome apretados a la hora pico podían ser transmisores. Esa sensación, en realidad, ya estaba semanas retrasada: el coronavirus, se sabe ahora, estaba en la ciudad desde mediados de febrero.

Desde entonces, para instituciones educativas, estudiantes y profesores fue un nuevo aprendizaje acelerado que no ha estado exento de ansiedad, pero tampoco de trabajo en equipo y colaboración desinteresada. En las primeras reuniones online, buena parte del tiempo se iba en ajustar micrófonos y cámaras, en explicar y familiarizarse con las plataformas virtuales y en corregir los propios clics equivocados. A pesar de todo, como me dijo un estudiante, “sobrevivimos” a la primera clase.

La ayuda privada y estatal se hizo presente: los editores de material online facilitaron accesos más amplios, las empresas de Internet ofrecieron servicios especiales para familias con hijos, las empresas de teléfonos levantaron las restricciones de datos para que los celulares pudieran funcionar como puntos de conexión a la red, se organizó un sistema de préstamo de laptops para estudiantes y profesores. Las clases online produjeron nuevos retos y también han dado agradables sorpresas, como la participación de estudiantes que antes casi no lo hacían. Internet parece liberar ciertas presiones en determinados estudiantes, aunque desde luego no es el aprendizaje presencial prometido en un principio que otros exigen.

Pero la situación está lejos de ser fácil. Recientemente el alcalde Bill De Blasio ha declarado lo que los datos ya venían anunciando: las poblaciones más afectadas de la ciudad son las de bajos ingresos, especialmente la afroamericana y la latina, las cuales se concentran en los distritos de El Bronx y Queens. Específicamente, un tercio de los fallecidos en la ciudad son hispanos.

Mi esposa y yo seguimos trabajando desde casa. Tenemos el privilegio de poder mantener la cuarentena. Muchos hispanos de El Bronx y de Queens tienen que trabajar fuera de casa. Mientras que las calles de Manhattan están despejadas como lo estarían al amanecer, en esos distritos sigue habiendo mucha circulación. Son los que trabajan en tiendas de comida, almacenes, restaurantes y otras actividades declaradas esenciales. Ellos además deben usar el metro, el cual ha reducido su servicio porque sus operadores también están enfermando. Por eso el metro puede ir muy lleno. En la ciudad de los rascacielos, el corazón financiero del mundo, el ciudadano promedio vive arañando la quincena y muchos, especialmente latinos inmigrantes, viven con el día. Y ahora esta diferencia se materializa de la peor manera.