Ayer vi a un señor visiblemente pituco, sin mascarilla, renegando porque no quería desinfectarse las manos con el spray que un supermercado había colocado en la puerta. El encargado de seguridad le pedía por favor que se desinfecte las manos y se cubra la boca, nada particularmente difícil de cumplir. ¿La respuesta del señor? “Nadie me puede obligar, esta no es una dictadura. Yo sé mejor que nadie cómo cuidarme”. Imagino que piensa que el virus nunca lo tumbará. Pero, ¿qué hay de quienes están a su alrededor?, ¿de las cajeras que hacen posible que pueda almorzar cada día y que atienden a cientos por turno, exponiéndose y a sus familias? Quisiera creer que en esa arrogancia hay mucho de desinformación, pero temo que sea principalmente egoísmo.

Esa es la consecuencia de una sociedad que ha estado por décadas promoviendo la autosuficiencia y la idea de que apoyarnos en otros es un símbolo de debilidad. Felizmente no se trata de todos, pero es innegable que siquiera en parte somos una nación sin un discurso compartido de solidaridad, donde no se ha inculcado la importancia de estar dispuesto a incomodarse para ayudar al otro, sobre todo entre las clases altas. El instinto de ponernos por encima de los demás, en una crisis de salud pública que requiere la cooperación social, es una bomba molotov.

En este individualismo quizá radique también uno de los motivos por los que hemos dejado que nuestro sistema de salud se debilite hasta el nivel en que lo ha hecho, dejando nuestra red de seguridad social colgando de un hilo.

Creímos que nuestro beneficio personal importa más que la comunidad, pero el virus es un recordatorio de que eso no es así: si los demás no se cuidan y tú no cuidas a los demás, esto nunca va a terminar. De una crisis como esta salimos juntos o no salimos.

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