Modelo de “segunda mano”

“Cuando estábamos en proceso de aplicación de las reformas de ajuste, sabíamos –me confiesa un tecnócrata del fujimorismo auroral- que a diferencia de Chile, gran parte del éxito de las medidas pasaría por la informalidad… Entre una cuadra de personas haciendo fila para subir a un Enatru o una cuadra de combis esperando a que suba un pasajero, ¿qué elegirías?”.

Las reformas monetaristas aplicadas en Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet, sirvieron de referente a Perú y otros países de la región (incluso, fuera de ella). Gran parte de sus premisas y políticas sectoriales (por ejemplo, las AFP) fueron replicadas acríticamente, y defendidas a ultranza, con base en el encomiado crecimiento económico del país sureño. Sin embargo, las sociedades chilena y peruana son estructuralmente muy distintas. Mientras la dictadura pinochetista imbricó coerción con institucionalización, el autoritarismo fujimorista toleró –hasta alentó, diría- la informalidad, como muestra la referencia inicial de esta columna. No es lo mismo una economía de mercado con instituciones formales y legítimas socialmente (aunque hoy en discusión), que una sustentada -en gran medida- en intercambios e instituciones informales, en las que evadir la ley es parte del juego. Es así que, debido a ese atípico componente informal, la economía peruana funciona en base a un modelo de “segunda mano”: imitación chilena con “materia prima” nacional.

En una economía de mercado, las reglas de juego pueden ser muy severas y constreñir el margen de acción del individuo. En el caso chileno, han supuesto un sistema de alto costo en contribuciones sociales de parte del ciudadano (previsión, salud, educación, y un largo etcétera). Considerando que un 70% de la fuerza laboral chilena pertenece al sector formal, la posibilidad de evasión es reducida. El malestar acumulado a consecuencia de dicha estrategia mantiene en jaque a la altamente ideologizada derecha en el poder, incapaz de revertir las incesantes protestas sociales de esta última semana.

La sociedad peruana, en cambio, se adapta más a las (sobre) exigencias del “modelo” porque no encuentra oposición de trabajadores ni clases medias. El históricamente endeble estado peruano es la utopía del patrón “neoliberal”: no exige ni es exigido. El 70% de nuestra PEA pertenece al mundo informal (espejo inverso al caso chileno), lo cual convierte a la evasión en regla. El rational cholo, el peruano promedio, busca “la suya” gracias al alto nivel de laxitud de nuestra normatividad. Calculando en cada movimiento un ingreso más, el cachueleo resulta “más racional” que un plantón o una protesta. Así, el seguro catastrófico de salud se resuelve en una pollada; la jubilación en un auto alquilado a taxista de Uber. Las posibilidades de un “golpe social” a la chilena son escasas -no debido al “desfogue” por el cierre del congreso-, por el individualismo adverso a la agregación de intereses que sostiene nuestro “pacto social” informal.

No debe interpretarse la desmovilización peruana fundada en su informalidad estructural como una paradoja positiva. Aunque coadyuva a un clima de estabilidad macroeconómica (pese al “ruido político”) y de aparente paz social (los estallidos de violencia son provincianos y anti-extractivistas), deforma antropológica y valóricamente al peruano. Nos degrada a una escala inferior de ciudadanía sin derechos ni exigencias. ¿Republicanos? Ja-ja-ja. Apenas alcanzamos un status de “occidentales de segunda mano” -parafraseando a Los Prisioneros-. Con la rabia chilena movilizada hay más posibilidades de construir un mejor país, que con la paralizante desafección peruana. Gana el que lucha, no quien tira la toalla.

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