(Foto: Facebook)
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“-Debo despedirte porque tus empleados dicen que eres un supremacista blanco.

-Pero no lo soy.

-No importa, me importa más mi carrera que tu vida”.

Este diálogo, de la tira cómica Dilbert, es cada día menos un ‘chiste’ y más una triste realidad. Mi hija me contó el caso de una señora en EE.UU. que fue despedida porque los amigos de su hijo expusieron su comportamiento supuestamente transfóbico.

Intelectuales discrepantes entre sí, desde Noam Chomsky y J.K. Rowling hasta Deirdre McCloskey (economista trans), han explicado que la ‘cultura’ de la cancelación mina la democracia liberal: la intolerancia impide la deliberación.

Agregaría que, además, es inmoral a nivel micro. Que alguien acusado de racista o transfóbico (categorías no binarias, que admiten grises) pierda su trabajo o quede inhabilitado para la vida pública es una forma de integrismo: exigir que la gente sea ‘virtuosa’ en todos los aspectos de su vida bajo una indiscutible idea de virtud fijada por árbitros de la moral (hoy, trolles de redes sociales).

Trevor Burrus, del Instituto Cato, llama “falacia del jurado holgazán” a asumir que quien defiende un punto de vista con consecuencias perjudiciales necesariamente anhela esas consecuencias, y es por tanto malintencionado. En la práctica equivale a “si piensa o actúa distinto, es malo”. Se omite así el (trabajoso) ejercicio de pensar el porqué de la discrepancia o el error, y argumentar para revertirlos. O exponerse a ser convencido. Y crece la desconfianza interpersonal.

Volviendo a Dilbert, lamentablemente cada vez más empresas y organizaciones participan de la cancelación, incluso en el Perú, como me consta. Dejar que alguien falsamente acusado sea lapidado en redes sociales (o donde sea) para “quedar bien” con la opinión políticamente correcta u ‘ofendidita’ (o con quien sea) es, por cierto, poco leal, ético y valiente.

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